Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Ricardo Ahued Bardahuil
Ha iniciado otro de los años decisivos para la historia contemporánea de nuestro país, al menos en el ámbito político y económico. Sí, el 2024 es año de elecciones de carácter federal y local que podría reconfigurar el mapa de la administración pública y marcar el derrotero que seguiremos como sociedad durante los siguientes años.
Si bien en cada una de las elecciones que se han efectuado en otros momentos tienen su propia importancia y ya se pueden analizar a través de una mirada crítica, las que están por efectuarse en los próximos meses podrían ser el punto culminante entre la continuidad de la llamada Cuarta Transformación o enfrentarse a la decisión de dar un "golpe de timón" que implicará un reto sin precedentes.
Ya iniciarán las campañas, claro, esta frase se puede leer con la socarronería que implica una falacia, y se colocarán en la balanza de nuestra frágil democracia diferentes maneras de entender la política, el tan ansiado proyecto de nación, la administración pública y tantos otros factores que tendrían como obligación brindar a la sociedad una perspectiva de futuro, y no solo un ajuste de cuentas con el pasado ni con la condescendencia con el que pavonean en el presente. Sin embargo, tampoco podemos ignorar que el elenco que protagoniza esta obra de absurdo, que ya es el proceso electoral, sea tan prometedor ni original: la partidocracia que sostiene a la camarilla de la clase política se recicla de maneras tan burdas que ya no hay lugar para sorpresas. Es una época en la que los nombres y los rostros van de un lado a otro, un partido se convierte en el semillero de alguna otra agrupación política que redacta su propio catálogo de promesas, tiempos en los que el milagro del perdón y purificación se genera al cambiarse de denominación partidista con
toda la tranquilidad que brinda la impunidad. Y, como ciudadanos, sabemos que son las únicas fichas con las que contamos para seguir apostando por la democracia.
No hace falta tener una bola de cristal ni altos grados académicos para intuir que, en efecto, se avecinan tiempos complejos que nos podrían llevar al límite como sociedad, por ello, será necesario que ubiquemos nuestro papel como las y los verdaderos protagonistas de estas contiendas electorales que, bajo una mirada quizá catastrófica, puede incendiar a nuestro país. La ingenuidad o el fanatismo serían los mejores aliados de la barbarie.
Pasar por alto qué, durante al menos un par de décadas, la mejor estrategia de comunicación política, y la que les ha brindado muy buenos dividendos a quienes la operan, es el manejo de un discurso maniqueo que ha polarizado al país sería abonar un campo minado en el que la violencia domina el panorama. Sin embargo, la responsabilidad ya no solo se concentra en quienes son el rostro y los cerebrales estrategas de la campaña que, no cabe duda, podrán usar dicho discurso retórico, pues su efectividad está no es gratuito que en el presente sexenio se haya convertido en una cortina llena de verborrea que esconde y justifica sus propias carencias, los fracasos, las omisiones. Actualmente ese discurso se fundamenta en el ataque vulgar, la estigmatización y el vituperio, está muy bien aprendido por quienes se asumen guardianes de una pretendida "superioridad moral" que, en sí misma, es el parámetro de la ignominia.
Entre tirios y troyanos se alimenta este discurso que siembra de pólvora las calles y las mesas.
Sin embargo, cuando esto es el objetivo, el límite del fanatismo y la intolerancia se convierte en un hilo que se desvanece en nuestras manos.
Entre tirios y troyanos se alimenta este discurso que siembra de pólvora las calles y las mesas.
Sin embargo, cuando esto es el objetivo, el límite del fanatismo y la intolerancia se convierte en un hilo que se desvanece en nuestras manos bajo la complacencia de quienes son promotores de la polarización. No obstante, la diferencia radica en el papel que juega el Estado, en ser el origen y, al mismo tiempo, el altavoz de este mecanismo que alimenta su juego propagandístico sin importar la realidad, ni que la mentira o la posverdad sean fundamento de su discurso que, por supuesto, se reduce a muy pocas palabras, a unos cuantos términos en los que se encasilla y determina al mundo, se califica y se degrada la condición humana. Nada tan peligroso como imponer una perspectiva de la realidad en blanco y negro con tan solo unas cuantas palabras establecidas por el poder. Quizá por ello las problemáticas a las que nos enfrentamos no adquieran una mayor relevancia, pues no están en ese mismo diccionario con el que se pretende entender lo que nos ocurre como sociedad.
¿Será que podamos romper con esa terrible inercia y optemos por algo muy diferente en los próximos meses? Seguro estoy que tenemos un arduo trabajo por delante.
En mi particular opinión resulta increíble pensar que en 2024, después de más de 25 años de tener elecciones regidas, mal que bien, por los principios de neutralidad, equidad, certidumbre e imparcialidad, estemos hoy discutiendo si las elecciones se apegarán a estos conceptos.
Son dos interrogantes las principales en este 2024.
De la respuesta que le den las autoridades gubernamentales, las electorales y los ciudadanos, dependerá el futuro de la democracia en México.
La primera es si la campaña de la candidata oficialista se desarrollará conforme a la legislación electoral.
La segunda interrogante, aunque desgraciadamente poco pese en el voto del ciudadano, es la del destino de la democracia como promesa, como valor o como necesidad no venda. No toca las emociones del ciudadano y no moviliza el voto. Defender la
democracia no es una narrativa ganadora. En lo que no suele repararse es que en la democracia no importa hasta que desaparece.
No hay en el ciudadano conciencia de su importancia. Según todas las encuestas las principales preocupaciones de los y las mexicanas son la violencia e inseguridad seguidas de la corrupción y la situación económica. La supervivencia de la democracia, no está entre sus inquietudes.
No hay tampoco conciencia de que la democracia ha sufrido grandes retrocesos y de que, entre muchas, no queremos ni pensarlo, pero la transmisión pacífica del poder político está en riesgo.
¿Estamos condenados entonces? No. Citando a John Keane en Vida y muerte de la democracia, Lorenzo Córdova no se ha cansado de recordarlo: cuando las democracias mueren siempre invariablemente eso tiene dos responsables, en primer lugar aquel que ataca, destruye la democracia con un propósito político, pero también hay otro responsable, aquellos que pasivamente vieron como la democracia era atacada y finalmente aniquilada.
Ante ese cuadro y en puerta el periodo de intercampañas, ojalá dirigentes partidistas, candidatas y estrategas de los equipos de campañas reflexionen cómo marcar las diferencias, sin hacer de ellas síntoma de ruptura. Sería absurdo pasar de la incertidumbre electoral a la falta de certeza política.
Psicológicamente necesitamos creer que las cosas mejorarán, aunque la lógica nos dice otra cosa.
Otro problema que dificulta la capacidad de los seres humanos para anticipar el futuro, creo, es por razones de supervivencia, tenemos que creer que las desgracias le suceden a "otros" no a "nosotros".
La efectividad de anticipar depende de la "fe" que tengamos en la fortaleza de las instituciones y la buena-mala fe de los gobernantes y la clase política.
¿Cuándo revienta el país? ¿Antes o después de las elecciones?
Luis Carlos Ugalde, advierte que uno de los diez "riesgos políticos" para 2024 es que los grupos criminales aprovechen la coyuntura electoral para ampliar su control sobre gobiernos y mercados locales, en el corto plazo. La política debe ser transparente y a la luz del día en toda democracia en el mundo |
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