En nuestro país, las vivencias cotidianas acumulan cada vez más temores y en ocasiones terrores, por la fragilidad de nuestra circunstancia social y de nuestras actividades, cualquiera que estas sean. Vivimos con miedo.
Antes era común alertarse por las actividades que se desarrollaban de noche. La oscuridad era asociada a una mayor potencialidad de ocurrencia de delitos; había que cuidarse al salir de noche a la calle. Sin embargo la sensación de riesgo potencial, de fragilidad personal, se ha ampliado hasta ocupar cualquier horario del día y cualquier lugar donde nos encontremos. No hay seguridad ni de día ni de noche, ni zonas seguras.
En las actividades económicas, productivas, el temor se expande con presiones directas para pagar que no nos lastimen los criminales, para dejarnos vender o comerciar productos lícitos, para permitirnos transitar por calles o carreteras. Todos saben quiénes y todos saben dónde, pero la autoridad no hace nada. El ambiente de inseguridad se incrementa y las posibles soluciones están tan lejanas como las instituciones. Ineficiencia, indiferencia o complicidad.
Otros temores y presiones suceden dentro de dependencias y entidades, en comportamientos que, si bien no son inéditos, eran escenarios que se suponía, iban a estar en mejores condiciones de certezas respecto de las garantías legales para no sufrir asedios, para ser y gozar de las libertades de pensamiento y acción, lejos de los corporativismos y amenazas sobre ver afectados sus trabajos y patrimonios. Sucede y ha sido evidenciado en jornadas y declaraciones que ponen en la mesa la discusión sobre la ética de las nuevas clases políticas que se autonombran diferentes.
No hay diferencia. La ruta del proceso interno en la alianza gobernante ha dejado al descubierto la vigencia e incluso profundización de los usos y costumbres del viejo régimen. Las mismas taras que se suponían derrotadas y que cancelan los discursos que vociferan que eso ha quedado en el pasado. El pasado es actualizado en cada decisión que se toma, en cada mentira que se dice, en cada irregularidad que se permite.
Los señalamientos de Marcelo Ebrard sobre el uso de recursos públicos en las actividades de las corcholatas, ponen en jaque los discursos oficiales al evidenciar la desbordante ilegalidad y la nueva moralidad pública, tantas veces proclamada como diferente. Las acciones que observamos son reflejos de un espejo sucio y enmohecido, que destruye el imaginario de una esperanza basada en nuevos comportamientos que funcionaran como pilares del ejercicio político y público.
Ya lo veíamos, pero Ebrard ha sacado los demonios del closet, mostrando desde adentro, que los inéditos y trasformadores tiempos son mucho más que la reedición de todo lo que se denostó durante más de 20 años de campaña y que se juró modificar. Lo dicho por Ebrard es más que un exabrupto, es la acusación que fulmina la ética y la moral pública y política en la que han basado sus manifiestos.
Y esa circunstancia también provoca temor en el marco de los quehaceres públicos conducidos por actores institucionales con comportamientos del viejo régimen donde el miedo se hace presente ante la posibilidad de “incumplir” con los requerimientos ahora establecidos y poner en riesgo el trabajo, las prestaciones. El temor de participar en actividades empresariales con el sector público o el temor a ser hostilizado por no acudir a los llamados a participar “voluntariamente” con las líneas y acciones que se marcan para el logro de la continuidad.
El fantasma del miedo asola nuestra vida.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
30 de agosto. Día internacional de las personas desaparecidas. En México, una persona cada hora. Aterrador.
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