Es aterrador que en nuestro país se incremente la violencia cada día y se convierta en un aspecto cotidiano que se mira de reojo, asumiendo su existencia y la brutalidad en la que se mueve, como parte de la grotesca “normalidad” de los tiempos que vivimos. Las notas de prensa están saturadas de casos de violencia, de crímenes de distinta índole, en particular de los feminicidios que no paran.
Seis mujeres desaparecen al salir a trabajar y días después aparecen sus restos calcinados. Nada pasa, es normal porque sucedió en una zona controlada por el crimen organizado y son los daños colaterales del desafío de dos grupos que se enfrentan. Es una nota más de prensa de la vorágine de lo inmediato, son muchos y continuos los hechos que se suceden, que parecieran ya no estremecernos. Es un dato más que se suma a la numeralia del horror.
Apenas pasamos el 8 de marzo. Las reivindicaciones, los gritos de miles contra la violencia a las mujeres es ahogada por esa violencia que se hace sistemática, permanente, terriblemente salvaje, que pareciera pasar de largo de quienes se ubican en el plano de los fraseos, en los discursos que conducen al estado idílico de una sociedad, de un pueblo, que se proclama feliz por las transformaciones en las que nos encontramos.
Sin embargo, el día del “magno evento del festejo nacional de la soberanía”, se prende fuego a la figura de una mujer. Para quienes lo hacen, merece la pena por ser “diferente” de ellos, por tener una opinión que les confronta, porque para ellos pensar distinto representa la corrupción, significa un dique que les impida transitar a su Edén, por ello la repudian públicamente, quemando su figura en la plaza pública. Un “pueblo bueno” azuzado contra quien no aplauda su verdad incuestionable, el odio como sello de una posición política.
La violencia toda, los odios que la amparan y la provocan, deben ser rechazados, sin embargo desde arriba y hasta abajo se ha dado por situarlos como razón de pertenencia, como muestra de convicción, como virtud de bautismo. Desde el poder se asume y mira como un botón de identificación. De allí el terror, porque se ha vuelto el santo y seña, no sólo en el espacio de las definiciones políticas sino en la palpable condición de grupos fácticos, en psiques individuales que aun siendo contrarios al poder, se visten con otros colores pero actúan igual, pues como comportamiento que se abroga cualquiera en defensa de su “verdad” para hacer uso de su “poder”, cualquiera que consideren tener.
Con miles de muertos, con violaciones sistemáticas de derechos, cuerpos y ánimos, con encarcelamientos de conciencias y personas que sufren por ser o pensar distinto, con dolores y terrores que cada vez más se pasean por nuestras vidas, mucho habría que pensar y más hacer. De allí veremos si aún hay tiempo para darle la vuelta a un futuro que no pinta nada bien.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
La palabra decretada de continuidad el 18 de marzo de, ”hagan lo que hagan”, es ofensiva hasta para sus corcholatas. Al diablo el juego democrático.
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