Termina 2019 como un año más de violencia y barbarie como los que hemos tenido en el país desde hace ya varios años. Permanecen los horrores cotidianos, la impunidad y las arbitrariedades forjadas en malos gobiernos de antes y ahora.
Hace poco más de un año, una sociedad harta, agotada de la desigualdad, de la soberbia y concentración de la riqueza, de la corrupción cínica, desbordada en la captura de lo público para beneficios privados dio pasos para apostar por gobiernos que se proclamaron diferentes. Entonces la sociedad se reanima, se apasiona por el cambio para una vida mejor, llenándose los oídos de frases y promesas.
Conviven en este país una sociedad mayoritariamente esperanzada que recogió los llamados de la transformación ante las tropelías y las injusticias de los gobiernos, que clama contra sus vicios públicos, con otras partes de la sociedad que en distintos grados no comparten la emoción de la transformación en curso, una más que se encuentra en franco desacuerdo y una más que no tiene ningún interés en la vida política y los asuntos públicos.
Todos mexicanos y todos con una vida social, personal que también, en ocasiones deja mucho que desear como partes de un conjunto que debe funcionar mejor. Un conjunto social que puede aspirar a gobiernos mejores, más honestos, justos, sensibles, pero que está poco dispuesta a comportarse de igual manera en su actuar cotidiano. Individuos que a la menor provocación muestran su cara dura, su incivilidad, su intolerancia, su deshonestidad.
Se ha vuelto común vivir los tiempos de la trasformación en medio de la agresividad social, con en el rompimiento continuo de las normas básicas de convivencia. Los más pequeños actos cotidianos, en nuestra colonia, nuestro trabajo, nuestra oficina o el transporte, nos ofrecen la oportunidad de ser congruentes con nuestras demandas y aspiraciones hacia los gobernantes. Porque pareciera que el camino hacia una mejoría social solo es asunto del
gobierno, que dejamos en sus manos la responsabilidad del cambio, y no. En eso estamos equivocados.
Yo tengo derecho a exigir que mi gobernador no robe, no malverse los fondos públicos, pero también tengo la responsabilidad de pagar mis impuestos, de no tomar lo que no es mío, de cuidar los espacios públicos y privados, de respetar los reglamentos y leyes. La cultura del agandalle, de la agresión, del aprovechar pasándose de listo, pareciera hacernos fuertes y valientes, otorga vigencia a la preponderancia sobre los tontos, sobre los débiles, sobre el ser “mejores” y dejar claro nuestra ignominiosa condición de superioridad e impunidad.
Una transformación verdadera, profunda, solo será posible si logramos gobiernos eficientes, honestos, comprometidos y responsables, y también si logramos ciudadanos participantes, honestos, comprometidos y responsables. Por eso es tan importante asumir nuestras taras como seres sociales, como ciudadanos. Evitar cometer y señalar el rompimiento de las reglas en nuestra cotidianeidad. Ser mejores implica no romper las normas, darnos la importancia de nuestra aportación individual a la comunidad, al de al lado.
El terreno de los compromisos y responsabilidades no pueden estar solo en el terreno de nuestros contentillos personales; es necesario acudir a las reglas para la convivencia, en ello los gobiernos llevan mano, en esta ida y venida de los reclamos sociales, de los ejercicios de gobierno donde están los equilibrios. Vale decir que para eso están los marcos normativos y las instituciones, porque no es suficiente argumentar la bondad del pueblo o lo inmaculado de un gobierno para concretar la transformación ofrecida. Los tiempos avanzan y es urgente que se contenga el desbocamiento en el que nos encontramos.
Tomar acuse de nuestras circunstancias nos obliga a mirarnos en el espejo de nuestros comportamientos, de nuestras acciones diarias, de asumir nuestros adeudos sociales y sin duda estar atentos de la política y de los asuntos públicos, de los gobiernos y representantes que tenemos, de evaluar y revisar, reconociendo lo bueno y exigir correcciones ante lo malo.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
Defendamos siempre el Estado laico. |
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