Se va, dice, con la conciencia tranquila. Nada lo perturba respecto de los resultados de sus quehaceres al frente de la presidencia de la República. Sin más, asume que todo se hizo tan bien, que es necesario un segundo nivel porque la ruta no merece discutirse. Esto es, que no hace falta reflexionar sobre lo realizado, ya está valorado y el refrendo de los aciertos tuvo su prueba de fuego el pasado 2 de junio. La prueba fue más que aprobada, los resultados así lo muestran.
La posibilidad de escuchar algunas críticas, de imaginar un ejercicio de autocrítica, no cabe en el imaginario de un hombre y seguidores que en la legitimidad de las urnas refieren la certeza y la inamovilidad de una idea central: ellos poseen la verdad y se asumen la encarnación de un pueblo bueno que mayoritariamente los revalidó. Entonces solo queda la continuidad sin sesgos, nada que reconocer fuera del estrecho, muy estrecho, camino que ha fijado el gran timonel.
Se va, se supone, envuelto, arropado en la construcción del culto a su persona, dejando un ambiente polarizado, donde parece haberse instalado una profunda grieta, que define sitio para dos únicas clases de mexicanos: los que le aplauden sin cortapisas de ningún tipo, que sostienen sin miramientos que el México de hoy no tiene parangón de felicidad, y todos los otros, aquellos que le son desafectos, que preguntan y cuestionan su régimen.
El valor de la tolerancia democrática, condición indispensable como edificación alternativa, diversa, diferente, mutó al radicalismo, a la instalación de un conmigo o contra mí. Intolerante en su reduccionismo, en la sujeción de los pensamientos libres por la castración de todo lo que suponga oponerse a la uniformidad, a la potestad asumida desde esa personificación del pueblo que no reconoce más que traidores para los que piensen distinto.
Ha terminado su periodo, dice, y melancólico, en medio de canciones fervientes que resguardan su legado, deja para la continuidad, el proyecto verdadero y único que solo escucha los ecos reconfortantes de su megalomanía en el país de la uniformidad, el de los pañuelos blancos que le enjugan una lágrima de cocodrilo. No hay otro país más el qué él dice que existe. La violencia disminuye si sus ojos no voltean a verla. La impunidad no es un concepto que tenga cabida en ese paraíso de los compromisos cumplidos en el discurso, en la palabrería repetida día a día, de mentiras, de verdades a medias, de descalificaciones, calumnias y amenazas, de un gobierno ejercido desde las mañaneras.
Termina un sexenio más de nuestra historia moderna, pero no será uno más, porque será revisado más allá de los tiempos presentes. Sin duda ha marcado de forma significativa la vida nacional y forjado un cambio de régimen hacia la ruptura y destrucción de una edificación democrática mexicana realizada en los últimos 60 años, con fragilidades y pendientes, pero funcionando con instituciones y reglas construidas con esfuerzos, acuerdos y luchas plurales. El actual grupo hegemónico no lo reconoce porque en su concepción autoritaria, se consideran los únicos y verdaderos referentes de las luchas por un México con justicia social.
Dice que se va, pero en realidad no se va, porque su ministerio aun no acaba. Su derecho –como dijo-, a esperar la llamada de su presidenta si la patria lo reclama y su derecho a disentir cuando pueda vislumbrar que se desvía el camino, lo harán presente. El rancho y la jubilación pueden esperar, la presidenta lo entiende y atiende, no más, no menos.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
El Corredor Interoceánico, ecocidio sin consulta, sin trámites, sin reglas.
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