En una disputa democrática se reconoce como normal la confronta de ideas, de proyectos respecto de las visiones de gobierno, se establecen discusiones no necesariamente tersas que avalan el reconocimiento de las perspectivas distintas, lo que obliga a la argumentación y la exposición clara de lo que se piensa y como se quiere lograr, es decir, la concreción de las propuestas.
Para que lo anterior transcurra como parte de la normalidad democrática, la discusión política, por muy acre que sea, debe desarrollarse en el marco de la tolerancia, esto es que, la discusión consustancial a la vida democrática debe suceder en apego a las reglas establecidas.
Esa discusión democrática es deseable en tanto que plantea las diferencias ideológicas o programáticas y las prioridades asignadas a cada asunto. En ningún caso esa discusión debe tener el propósito de atacar y desaparecer al adversario, sino únicamente confrontarlo en la crítica de sus propuestas y promoción de las propias. La lógica democrática establece un avance civilizatorio en sí mismo para que los que piensan distinto tengan acceso a las representaciones y los poderes.
Nos encontramos en un punto político en el que el “deber ser” es menospreciado u omitido, en que las reglas y normas pactadas para los procesos electorales son parte del pasado, donde los que piensan distinto no son adversarios sino enemigos y como tal se les trata desde el poder. Ahora, la discusión política y pública que predomina es la que polariza, promoviendo la pugna de dos extremos irreconciliables, fanáticos de sus identidades y preocupantemente intolerantes.
Según datos del Latinobarómetro 2023, sobreviven y resisten aún los andamiajes de una conciencia democrática en México, pero avanza el agotamiento respecto de una democracia con pendientes, que pierde razones en medio de las crisis que cuestionan la capacidad para dar respuestas positivas ante nuestros problemas. Avanza la incredulidad para que en ella se den soluciones y con ello se abre paso al tufo autoritario, a la desconfianza hacia las instituciones y al peligroso predominio del discurso reduccionista de suma cero, el de la patria y la anti patria.
Nuestro debate nacional está marcado por la intolerancia que descalifica, por la voz dominante que reclama airadamente ser la voluntad viva del pueblo. Nadie más puede representarlo pues es quien posee la verdad única. Quien lo ponga en duda es malo, es enemigo de la nación y del pueblo y representan intereses malévolos, oscuros.
Después de cinco años de soportar un discurso cotidiano, dominante y avasallador contra el distinto, contra el desobediente, nuestra sociedad mexicana resiste como un conjunto de ciudadanos plural y diverso, forjado en años de luchas democráticas, que aún con sus pendientes, cuenta con organizaciones sociales y grupos que pueden sobreponerse a los diversos dogmas, sean del lado que sean.
Ciudadanos que reclaman asumir la democracia y garantizar la vigencia de reglas y procedimientos como el mejor camino para elegir entre las distintas visiones, sopesando las coincidencias básicas, porque ha quedado claro que no es posible enfrentar solos y desde la exclusión de quienes piensen distinto, los enormes problemas que tenemos como país. Porque sin el concurso de todos y sin convocatorias claras para incorporar soluciones, sus fatales consecuencias siempre se impondrán.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
Ojalá que los alcaldes veracruzanos hayan sopesado en todas sus consecuencias su oposición a la decisión judicial sobre la prisión preventiva
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