Se ha vuelto un lugar común decir, oír, ver, que cada día que pasa, nuestra vida cotidiana sufre transformaciones mayores, el miedo escala, las anécdotas de la violencia surgen por todas partes, México se ha teñido de rojo, de narraciones dolorosas, de una barbarie instalada sobre nuestras contradicciones sociales y económicas.
Nuestra nueva “normalidad” nos obliga a sobreponernos al desastre que vivimos, al dolor y la angustia de ser testigos de la descomposición social y política en que nuestra vida transcurre. Avasallados por la inseguridad y el crimen, nos encontramos en un estado de indefensión de tal magnitud que no estamos seguros ni en nuestra casa; cuando la mala suerte nos toca, desaparecemos, porque en ocasiones ni siquiera somos un número más.
Pero México es claramente un país de paradojas, es surrealista e increíblemente contradictorio. Entre 156 países que mide la ONU para obtener un ranking mundial de la felicidad, el nuestro alcanza en 2019 el lugar 23, mejorando en un lugar su clasificación respecto del 2018; en los años anteriores obtuvo mejores lugares dentro de la clasificación mundial, incluido un lugar 15 en el año 2015.
Es claro que contra cualquier lectura racional respecto de la circunstancia nacional sobre nuestras tragedias, se entrega una percepción social de un país feliz, optimista, que deja en evidencia una coraza social muy dura, forjada en las esperanzas de que al final, todo podrá cambiar y mejorar.
Alejados de maniqueísmos políticos pero sin escatimar las expectativas nacidas del 1 de julio del 2018, ojalá que la mejor ubicación en este año, respecto del año 2018, esté impulsada por la esperanza de cambio generada por la nueva administración federal. Porque es innegable que millones de mexicanos ampliaron sus expectativas de futuro, y pensaron que fuera de los hechos de gobiernos y sociedades marcadas por la corrupción, la arbitrariedad y la impunidad, habría senderos para construir un mejor país.
La apuesta política fue muy alta. La reivindicación discursiva se comprometió a desmontar los viejos usos y costumbres, a rehacer la vida pública y disminuir o erradicar los orígenes de la violencia misma. Apostó por tiempos de respuesta cortos, pues al tenor de la palabra se verían los hechos. Una apuesta alta que para su logro conlleva todo un protocolo de gestión, arropada en una visión de apertura y humildad para sumar e incluir.
Han transcurrido casi 6 meses del arribo al ejercicio público, de un gobierno emanado de esa apuesta por la transformación que dio esperanzas y que en muchos de sus planteamientos ahora genera dudas o desencanto. Un gobierno que parece que en lugar de sumar y multiplicar, prefiere dividir, enfrentar a la sociedad.
En todo el país, pero en particular en Veracruz, el ejercicio público que se requiere para edificar nuevas formas y comportamientos no puede basarse en posiciones reduccionistas de la realidad, no puede trabajarse a través de los ojos soberbios y obnubilados de los triunfadores electorales, como si ese peldaño obtenido fuera la meta. Se necesita algo más que la creencia de dogmas o de percepciones “únicas, novedosas e incuestionables”, formas de interpretar las necesidades administrativas y sociales.
Porque los problemas que encontraron al llegar siguen allí, y sería útil reconocerse en sus fortalezas y debilidades, pues ahora tienen la responsabilidad de marcar la diferencia y evitar cometer los mismos errores que tanto señalaron. Para ello es urgente no perder el piso y desechar la intolerancia y la cerrazón como premisa de trabajo. Ojalá tenga cabida la humildad para liberarse de prejuicios, de posiciones arrogantes que a veces solo buscan ocultar la incapacidad o la falta de experiencia.
Seamos un país feliz no solo con el imaginario de nuestra esperanza y optimismo, sino principalmente con una palpable realidad.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
Realizar acciones contundentes ante el cambio climático es ya impostergable |
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