La inseguridad y la violencia no ceden, se incrementan. Los datos nacionales dejan en claro la difícil situación que nos rodea y pareciera que sigue sin existir o poder concretarse una estrategia que enfrente estos problemas. Nuestra esperanza se destroza.
Hay un sentimiento ciudadano de fragilidad, de total indefensión ante las posibilidades de que cualquiera en cualquier lugar violente la ley sin ser atrapado ni sancionado. La impunidad imperante hace añicos a todas las instituciones, pero puntualmente a las que deberían prevenir y garantizar la seguridad y la justicia.
Los datos también afectan nuestra economía, rompe los entramados sociales y fomenta los miedos que dan paso a esas otras violencias surgidas del hartazgo, que cada vez se hacen más comunes, reproduciéndose en quienes hacen justicia por propia mano.
La penetración delincuencial sistemática de las estructuras administrativas y de gobierno con actos que durante décadas han propiciado la terrible situación que ahora vivimos muestra palpable de la complicidad y las componendas institucionales y de grupos de interés que favorecieron la ilegalidad como actividad rentable, generadora de fortunas y privilegios.
Sin duda, los problemas de violencia e inseguridad no son fáciles de enfrentar, es necesario desanudar, limpiar, rehabilitar complejas situaciones económicas, institucionales y sociales. Sin embargo pareciera que el nuevo ejercicio de gobierno no tiene una ruta de trabajo planificada y definida que otorgue a la ciudadanía cierto grado de esperanza. Más bien pareciera a contramano que está reproduciendo un esquema conocido por su ineficacia, cuestionado fuertemente hace ya varios años, como lo es sacar a las calles a los elementos de seguridad sin el respaldo de una verdadera estrategia nacional.
Peor aún, en la mayoría de las entidades federativas, en las que poco o nada se realiza desde las administraciones estatales o municipales dan la impresión de estar esperando los anuncios y respaldos federales, sin modelar una estrategia local de seguridad o medidas alternativas, enmarcadas en sus ámbitos de competencia y capacidades.
El caso de Veracruz es un ejemplo paradigmático de la parálisis institucional de un gobierno estatal y de municipios que en lo general no acaban de establecerse de cara a los fenómenos de violencia e inseguridad que se padecen en el territorio y en el día a día de los veracruzanos. Se perciben ausentes de funciones, desconocedores de la aplicación de las políticas de seguridad que se mencionaban en campaña, los contrapuntos respecto de la inmovilidad y contubernio criticados de las anteriores administraciones. Día a día se desdibujan las nuevas formas de gobernar para mejorar nuestro bienestar social.
Nunca se osaría desde estas líneas minimizar el tamaño del problema y su complejidad. Reconociendo que cualquier política pública requiere de un tiempo de maduración para dar resultados, más aún con los niveles de daño institucional y social existentes.
Lo que se señala es que cursando el mes 9 de gobernar es tiempo de dejar de refugiarse en el lugar común de que los de atrás tienen la culpa. Es momento de tomar las riendas, el control de las instituciones del ejecutivo y presentar a la ciudadanía algo más que la queja buscando urgentemente revertir el proceso de “normalización” de la violencia y la inseguridad.
La apuesta y la esperanza de miles de veracruzanos por la transformación no puede seguirse desperdiciando ni volcándose en disputas estériles entre instituciones, en peroratas y bravuconadas de funcionarios escasos de voluntad y capacidad política para darle a Veracruz la confianza que se merece, de una mejor vida para todos.
Que se note el esfuerzo para incrementar la capacidad, la imaginación y la oportunidad de ser el referente de un quehacer público eficiente para lograr asumir la responsabilidad de las transformaciones que les fueron encomendadas con los votos.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
En Veracruz se enseñorea la violencia homofóbica, la intolerancia es más que política. |
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