Por Eros Ortega Ramos*
El pasado lunes 25 de mayo del año en curso, otro ciudadano afroamericano de 46 años fue asesinado por un policía de tez blanca en los Estados Unidos. Su nombre era George Floyd, quien perdió la vida gracias a un elemento de seguridad en un estacionamiento de Minneapolis. Resulta que ese día alguien alertó a las autoridades de dicha ciudad estadounidense por una persona que supuestamente intentó pagar con un billete apócrifo de 20 dólares su estancia en tal inmueble. Poco tiempo después, cuatro policías a bordo de una patrulla localizaron a Floyd tranquilamente sentado al interior de su automóvil, por lo que le ordenaron que saliera lentamente de la unidad ya que sospechaban que había sido él quien había intentado pagar con el billete falso. Al percatarse de que era el principal sospechoso Floyd se resistió al arrestó, por lo que como ya es costumbre en el país vecino, los elementos de seguridad hicieron uso de la fuerza.
Pero fue uno en especial quien de manera brutal sometió al afroamericano, Derek Chauvin, mismo que lo tiró salvajemente contra el suelo al momento de que se subía sobre él presionando su rodilla contra su cuello por casi diez minutos seguidos. A pesar de que Floyd se quejaba por la dificultad que presentaba para respirar debido a la excesiva fuerza del uniformado, Chauvin lo sofocó hasta provocarle la muerte. Cabe resaltar que, ante el desmayo de Floyd, los policías solicitaron el apoyo de una ambulancia que llegó al lugar para recoger el cuerpo inerte de la víctima, quien horas después murió en el hospital.
Por si no fuera suficiente con el abuso de poder del cual fue víctima este ciudadano afroamericano, la situación se agravó aún más cuando el forense de Minneapolis dio a conocer el informe de la autopsia oficial. De acuerdo con este, la muerte de Floyd fue por “homicidio” ya que sufrió un paro cardiaco al momento de que los policías lo mantuvieron inmovilizado. El examen detalló que tras “la sumisión, la restricción y la compresión del cuello”, la víctima perdió la vida. Asimismo, el informe determinó que Floyd había consumido drogas previamente, así como que padecía una enfermedad cardiaca.
Afortunadamente para la familia del difunto, todos estos hechos fueron captados en video para posteriormente ser publicados en redes sociales, lo que provocó la indignación y el enojo de gran parte de la sociedad estadounidense, mismo que derivó en disturbios, saqueos y protestas en todo Minneapolis para exigir justicia por el asesinato de Floyd: “Las protestas en contra del abuso policial hacia la comunidad afroamericana se han esparcido a lo largo de Estados Unidos. Los Ángeles, Memphis, Atlanta, Minnesota, Nueva York, Charlotte, Houston, Dallas, Las Vegas y Washington son solo algunas ciudades donde la gente ha salido a las calles a mostrar su descontento. Además, las manifestaciones ya han traspasado fronteras hacia Canadá, Nueva Zelanda y Europa” (ElHeraldodeMéxico, 01/VI/20).
En más de 70 ciudades se iniciaron protestas no necesariamente pacíficas, desafiando así los intentos de control por parte de las fuerzas de seguridad estadunidenses, al tiempo que diferentes políticos, tanto locales como nacionales, intentaban responder al inminente estallido social que se avecinaba a consecuencia de un hartazgo social histórico. Es así como el gobierno del magnate “sacó el cobre” como popularmente se dice, implementando mayores acciones represivas y responsabilizando, según él, a “terroristas” de izquierda como los autores de las revueltas: “Estos son grupos organizados que no tienen nada que hacer con George Floyd. ¡Triste!”, publicó el presidente Trump desde su cuenta oficial de Twitter.
La vieja pero efectiva estrategia de los gobiernos autoritarios cuando su imagen de control, estabilidad y progreso vendida tiempo atrás por toda una parafernalia publicitaria al servicio de las élites del poder, se ve amenazada por la realidad que se vive en las calles, lejos de los lujos, las extravagancias, las exclusividades y el poder que el dinero otorga. Una realidad de la clase trabajadora que contrasta tremendamente con el mundo perfecto, pero al final utópico que los ricos prometen, pero que jamás cumplen: “A pesar del despliegue de la Guardia Nacional en por lo menos 14 estados y varias metrópolis (Los Ángeles, Atlanta, Minneapolis y la capital Washington), la implementación de toques de queda en por lo menos 25 ciudades y en todo un estado (Arizona) […] y con más de 3 mil arrestos en 24 ciudades desde el jueves, la ola de manifestaciones y actos de protesta continuaron por sexto día en todo el país” (LaJornada, 01/VI/20).
Las voces de los manifestantes resonaban en las diferentes consignas que eran repetidas al unísono una y otra vez ante los ojos maravillados de un servidor que se encontraba al frente de su computadora: “Di su nombre: George Floyd”, “No puedo respirar”, “Las vidas de los negros importan”, “Sin justicia no hay paz”. Y mi emoción crecía y crecía; esas voces de los históricamente silenciados no todos los días cuentan con la oportunidad de ser escuchadas por el mundo entero. Las maravillas de la tecnología en una era de globalización. Pero, por otra parte, comenzó a circular la sangre de la violencia represora materializada en fotos de varios periodistas que denunciaron actos de represión en su contra por las fuerzas de seguridad. Algunos de ellos fueron heridos por balas de goma, a tal grado de que un fotógrafo perdió uno de sus ojos debido al fuerte impacto del proyectil.
Y no es para menos toda esta ira acumulada que el día de hoy encuentra un cauce perfecto para poder ser desfogada en las calles, ya que estamos presenciando el comienzo de una grave crisis de un sistema neoliberal cada vez más xenófobo, excluyente y desigual. A esto habría que aumentarle la violación sistemática de los derechos de los migrantes, los afroamericanos, las mujeres, los miembros de la comunidad LGBT y demás minorías.
Nos encontramos ante la punta de lanza de un descontento social generalizado que lleva años gestándose en Estados Unidos como consecuencia del racismo y el abuso de poder ejercido por parte de las autoridades estadounidenses hacia los sectores sociales más vulnerables. Resulta increíble que en pleno siglo XXI, en el país del “sueño americano” aún se sigan viendo este tipo de hechos detestables por cuestiones de raza. Y es que la indignación puede desencadenar en disturbios y,
por consiguiente, en actos de violencia que, ante la inacción de un Estado incompetente, buscan legitimar una lucha que reivindique la justicia ante este tipo de crímenes por parte de la policía. Ahora queda esperar esa justicia por parte de un sistema omiso desde hace décadas, que, aunque muchos dudan de que llegue, podría lograrse si la indignación no se apaga ante nuevas promesas falsas.
Gracias por su lectura.
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*El autor es licenciado en Sociología por parte de la Universidad Autónoma Metropolitana y actual estudiante de la Maestría en Estudios Políticos y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México |
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