A raíz del anuncio del gobierno de Donald Trump sobre su intención de clasificar como terroristas a los cárteles mexicanos del narcotráfico se ha abierto un intenso debate sobre las implicaciones políticas, diplomáticas, económicas, y por supuesto, de seguridad que esto conlleva.
El primer aspecto que es importante aclarar es que el narcotráfico y el terrorismo no son lo mismo. Se trata de dos fenómenos distintos tanto en su origen como en sus objetivos, por lo que no pueden equipararse como lo intenta Trump. Por ejemplo, no comparten un origen ideológico religioso –como sucede con Al-Qaeda o el Estado Islámico-, y tampoco coinciden en el mismo objetivo: los cárteles desean controlar territorios para ampliar su mercado pero no intentan derrocar al poder.
A pesar de que muchos especialistas en relaciones internacionales y política exterior siguen sugiriendo que sólo se trata de bravatas al calor del inicio del proceso electoral en Estados Unidos, lo cierto es que son muy preocupantes las implicaciones de que el Presidente de EEUU clasifique los cárteles mexicanos como grupos terroristas.
Si fuera el caso y el mandatario cumpliera su advertencia, la economía se vería seriamente afectada. Esta decisión impediría a México recibir préstamos de organismos internacionales, algo que ya aprobó Morena para el próximo año.
Entonces, ¿quién querría venir a invertir a México, un país estigmatizado por la violencia, donde Estados Unidos impondría un cerco económico? Además, ¿qué pasará con quienes hacen negocios sin saber que detrás de sus socios podría haber dinero del narcotráfico, y en consecuencia, serían perseguidos por las autoridades de nuestro vecino del norte? El golpe económico sería brutal.
En materia de seguridad también podría haber algunos cambios importantes. La Ley Pública 104-132 otorga facultades al gobierno de los Estados Unidos para intervenir militarmente cualquier país que “crean una amenaza para su seguridad nacional”. No es que vayamos a ver las calles de México llenas de marines, pero la propia ley implica en sí misma un acto inaceptable de intervencionismo.
En nuestra relación con los Estados Unidos, los tiempos del intervencionismo han quedado atrás; hoy nuestro vínculo descansa en la colaboración, la cooperación internacional y el acuerdo. Así debemos continuar en beneficio de ambos países. La historia nos ha mostrado, una y otra vez, que el intervencionismo puede ser una opción, pero no es la solución de ningún conflicto.
La semana pasada, en la Cámara de Diputados, la Junta de Coordinación Política acordó impulsar un diálogo de alto nivel entre los poderes legislativos y ejecutivo de ambos países, con el propósito de atender una nueva y propositiva agenda binacional. Lo haremos bajo la rectoría de nuestros principios de política exterior que aluden a la no intervención, la autodeterminación y la solución pacífica de los conflictos. Hoy más que nunca necesitamos de la cooperación y no el uso de la fuerza.
Tenemos que ponerle una doble chapa al tráfico ilegal de armas y de drogas; tampoco será tirando la puerta a patadas, con la amenaza de una intervención militar, como encontraremos una solución conjunta a la situación que se vive en ambos países.
La intención de Donald Trump de designar a los cárteles mexicanos como grupos terroristas no puede pasar por encima del derecho internacional, ni lastimar la buena vecindad entre nuestros pueblos. La solución militar tampoco puede ser una alternativa cuando no se trata solamente de tráfico de armas y drogas, sino también de un problema de salud y seguridad pública. Insisto, el narcotráfico no es terrorismo.
La acción militar no es opción. No lo será en el futuro. No permitiremos que ninguna nación intervenga en asuntos que competen únicamente al Estado mexicano y a sus ciudadanos. No es con el chantaje y la amenaza que se deben resolver los problemas propios de la vecindad entre México y Estados Unidos.
Epílogo
El gobierno de la Transformación de Cuarta cumplió ayer un año. “Horror” es la palabra que describiría este periodo en el que se juntaron todas las plagas imaginables: violencia e inseguridad histórica, recesión económica, desempleo, desmantelamiento de instituciones democráticas, aumento de la pobreza por la desaparición de programas sociales, desabasto de medicinas y servicios médicos, censura y ataque a los medios de comunicación… todo como consecuencia del regreso a un presidencialismo imperial que no admite contrapesos.
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