Si como dicen el ejercicio del poder desgasta, entonces habría que reconocer, en un acto de mea culpa, que los actuales gobernantes, tanto a nivel federal, estatal y municipal, enfrentan los saldos positivos y negativos que son inherentes al proceso de toma de decisiones. Sin embargo, para ser justos, también habría que aceptar que algunos de quienes aspiran a reemplazarlos – candidatos, partidos o coaliciones - han ejercido el poder no dos años y medio, ni tres, sino sexenios completos, y han llevado a municipios, estados y al país a los niveles de corrupción, pobreza y violencia que en 2018 condujeron a los electores a dar un manotazo en las urnas y a mandar a la banca a una clase política cada vez más distante de los problemas y necesidades del pueblo y más interesada en enriquecerse a costa del presupuesto público o en atender solo los asuntos de las élites.
Por eso llama la atención que aquellos que fueron directamente responsables de la debacle del país, estados y municipios, como parte de la propaganda política y electoral hoy se rasguen las vestiduras y pretendan señalar solo la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
Afortunadamente, los mexicanos tienen buena memoria, y sabrán discernir entre aquellos lobos con piel de oveja que hoy pretenden erigirse como los salvadores de la patria, cuando han sido precisamente estos los que la llevaron al colapso.
En dos años y medio, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha iniciado un proceso de transformación que está en marcha. Una de sus decisiones más relevantes fue reorientar el presupuesto y en lugar de canalizarlo a las grandes obras de infraestructura vinculadas a los grandes negocios de la dupla funcionarios-empresarios, como el aeropuerto de Texcoco que fue cancelado, destinó una parte importante de los recursos que antes se robaban o desviaban los altos funcionarios, para dispersarla de manera horizontal entre los grupos sociales menos favorecidos, adultos mayores, jóvenes estudiantes, discapacitados y los llamados ni-nis, con la intención de evitar que fueran carne de cañón de la delincuencia en un programa social reconocido hasta por el Papa Francisco.
La población no debe perder de vista que en enero de 2020 comenzó a expandirse a nivel mundial la pandemia de Covid 19, contra la cual ningún gobierno estaba preparado. Y que a partir de marzo de ese año el gobierno de la llamada Cuarta Transformación tuvo que lidiar no solo con la emergencia sanitaria, sino también con las repercusiones económicas derivadas de las acciones de distanciamiento social y el cierre de actividades productivas no esenciales.
Se podrá cuestionar que a partir de ese momento, con la llegada del virus a México, la estrategia sanitaria debió incluir acciones más asertivas, rápidas y con mayor visión para evitar la pérdida de vidas humanas. Lamentablemente la pandemia impactó en la población más vulnerable, pero esa vulnerabilidad hunde sus raíces en problemas estructurales de pobreza, informalidad en el empleo y un pésimo sistema de salud pública que no se dieron por generación espontánea, sino que fueron el saldo de la desatención y el descuido a lo largo de varios sexenios.
A más de un año de iniciada la pandemia, el Gobierno de López Obrador ha logrado asegurar las vacunas suficientes para acelerar el proceso de inmunización contra el covid 19, lo cual era una prioridad. El siguiente paso debe ser reactivar la economía y tratar de resarcir los daños causados a la población por el cierre de empresas y la pérdida de empleos derivados de la emergencia sanitaria.
Visto en perspectiva, el gobierno federal ha logrado hacer frente en primer lugar a la crisis sanitaria y atender la crisis económica, cuyos estragos no fueron mayores gracias precisamente a la dispersión de recursos a través de los programas sociales.
Cierto que siguen pendientes las crisis de violencia y seguridad pública, la reforma al poder judicial para sanear al sistema de impartición de justicia y un esquema eficaz de control de los funcionarios de la Cuarta Transformación que les exija cumplir con los estándares éticos y sancionar las prácticas políticas del pasado que siguen arraigadas en algunas áreas del nivel federal y en los estados.
En este marco, llama la atención que en el “manifiesto por la república, la democracia y las libertades”, difundido ayer y firmado por más de 400 intelectuales del país, pretendan atribuir a la 4T todos los males habidos y por haber, y que de manera maniquea esbocen una disyuntiva radical para el próximo 6 de junio, “entre la democracia y el autoritarismo, entre las libertades y el abuso de poder, entre el conocimiento y la demagogia, entre la responsabilidad y el capricho, entre el federalismo y el centralismo, entre la división de poderes y la presidencia autocrática, entre el camino de las instituciones y el arbitrio de una sola voluntad”.
Habría que decir que todos y cada uno de los atributos negativos que hoy le asignan al régimen de López Obrador: autoritarismo, abuso de poder, demagogia, caprichos, centralismo, presidencia autocrática y arbitrio de una sola persona, estuvieron más que presentes en los gobiernos priistas y panistas.
En realidad la disyuntiva para el 6 de junio parece ser más simple: entre la vuelta al régimen de privilegios y negocios al amparo del poder o la profundización de las transformaciones políticas y sociales en este país, con la exigencia del control de los funcionarios públicos y el combate frontal a las prácticas de la vieja política que prevalecen en algunas áreas del gobierno y estados del país.
El voto de los ciudadanos no debe ser un cheque en blanco, para que los servidores públicos hagan lo que les plazca, sino que debe ir acompañado de una ciudadanía activa, informada y participativa, para exigir la rendición de cuentas y corregir lo que no se ha hecho bien o los excesos en que han incurrido funcionarios improvisados, que por lo demás están plenamente identificados por los electores. |
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