Además del periodo de la Reforma, en el siglo XIX, cuando el Presidente Benito Juárez y su generación restauraron la República – y acabaron con las pretensiones de los grupos más conservadores del país de instaurar una monarquía -, en México difícilmente podría encontrarse otra generación de políticos que haya estado a la altura de las circunstancias y que entendiera a cabalidad, en un diálogo con la nación, lo que el país requería en ese momento concreto de su historia.
En 1910 Madero entendió la necesidad de democratizar al país tras la dictadura porfirista, pero una vez en el poder no quiso o no supo escuchar las demandas sociales de tierra y de mejores condiciones de vida para la población, lo que explica la rebelión del caudillo del Sur, Emiliano Zapata, y la asonada de Victoriano Huerta para hacerse del poder a través de las armas y la traición.
Venustiano Carranza encabezó el movimiento armado para restaurar el orden constitucional, apoyado por los sonorenses Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, y Adolfo de la Huerta y por el Centauro del Norte, Francisco Villa, así como por Zapata en el sur, pero una vez que derrotó a Huerta y convocó al constituyente para crear la Constitución social de 1917, quiso pacificar al país designando a un sucesor civil, y se negó a escuchar las voces que hablaban de las aspiraciones de los generales revolucionarios, un error de cálculo que le costó la vida y que llevó al poder a los caudillos sonorenses.
Obregón y Calles tuvieron y ejercieron el poder pero tampoco escucharon de sus límites; el primero se reeligió pero no pudo asumir su segundo mandato pues fue asesinado en un restaurante de San Ángel, en la ciudad de México, ya en calidad de presidente electo; el segundo buscó institucionalizar la transmisión del poder para evitar las asonadas al interior del grupo revolucionario, pero él mismo pretendió ejercer un Maximato que terminó cuando fue exiliado del país por el entonces presidente Lázaro Cárdenas.
El de Jiquilpan, Michoacán, pasó a la historia por haber nacionalizado el petróleo, por abrir las puertas a los españoles republicanos que huían del régimen fascista de Francisco Franco, pero no escuchó las voces de los excesos del militarismo expresado en figuras como su secretario de Guerra, Pablo Quiroga, compadre de Manuel Parra, dueño de la hacienda de Alomolonga en Veracruz y jefe de una gavilla de pistoleros a los que se atribuye la muerte de más de 2 mil campesinos y políticos en la zona centro del estado, entre ellos, del gobernador electo Manlio Fabio Altamirano.
Luego vino la era de la revolución institucionalizada, que le dio cierta estabilidad al país y mientras en otras otras naciones de Latinoamérica se registraban golpes de estado, en México comenzaba la era de los presidentes civiles. El problema del nuevo régimen posrevolucionario fue que, además del poder, la corrupción también se institucionalizó y la entropía llegó a su clímax con el salinismo, cuando se registraron los asesinatos de Luis Donaldo Colosio, del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo y de José Francisco Ruiz Massieu.
En esa época surgieron los grandes movimientos democratizadores, que llevaron a la ciudadanización del Instituto Federal Electoral y la alternancia en el Gobierno de la Ciudad de México y la Cámara de Diputados en 1997, antecedentes de la primera alternancia en la presidencia de la república en el año 2000 y 2006.
Sin embargo, una vez en el poder, los presidentes panistas Vicente Fox y Felipe Calderón no concretaron una transición democrática del viejo régimen priista, solo se dedicaron a administrarlo. Esta situación permitió que en 2012 el PRI recuperara la presidencia con una generación de jóvenes gobernadores formados en la era de la alternancia, que sin embargo llevaban impreso el ADN de la corrupción.
Los excesos de Javier Duarte en Veracruz, de 2010 a 2016, le abrieron las puertas del Palacio de Gobierno a un gobernador panista formado en el régimen priista, como Miguel Ángel Yunes Linares, quien llegó con la espada desenvainada y decidido a acabar con todo aquello que no se le sometiera.
Así las cosas, en el horizonte del 2018 apareció la coalición Juntos Haremos Historia como una opción esperanzadora de alternancia frente al fracaso ya conocido del PAN y PRI en la presidencia de la República, y frente a los excesos de corrupción y autoritarismo de Duarte y Yunes, en la entidad.
Mañana primero de diciembre se cumplen los primeros dos años de gobierno de la llamada Cuarta Transformación y de que los mexicanos y veracruzanos hicieron historia.
Sin embargo, ha transcurrido ya el primer tercio del gobierno y las cosas no son, ni en México ni en Veracruz, como dijeron que serían. Es cierto que el país ha tenido que enfrentar una situación inédita con la pandemia de Covid 19 a la que otros países del mundo más ricos, desarrollados y avanzados tampoco han sabido o podido contener. No obstante, la realidad es que el país está entre las primeras cinco naciones del mundo con más contagios y decesos por esa enfermedad.
En Veracruz, 1 millón 667 mil veracruzanos votamos por la alternancia y un cambio, con la esperanza de que, con el respaldo del presidente del mismo partido, se pusiera en marcha una nueva forma de concebir y ejercer el servicio público, basado en principios y valores, que pudieran permear de manera transversal en la administración pública, como la honestidad, la tolerancia y la democratización del poder.
Sin embargo, una vez transcurrido el primer tercio del gobierno, el único cambio visible en Veracruz solo existe en el discurso oficial, no en la realidad. ¿Cómo creer que son diferentes cuando ejercen el poder con las mismas premisas, la visión patrimonialista del gobierno y la arrogancia de quienes se piensan infalibles?
Duarte recibía a los veracruzanos para ver qué les robaba. Yunes para someterlos; pero el actual gobernador de Veracruz ni siquiera los recibe, ocupado cómo está en un monólogo que lleva dos años.
Tanto en Veracruz, como en el país, lo que se percibe es que cada vez se escucha menos a las voces y pensamientos críticos, una polarización como estrategia política que pretende dividir al país de manera maniquea entre conservadores y liberales, entre buenos y malos, entre honestos y corruptos, entre los que están a favor del poder y los que están en contra.
Un poder que no está dispuesto a mirarse en el espejo y reconocer sus propias contradicciones, que no escucha las denuncias tempranas sobre presuntos hechos de corrupción en el gobierno y que no pretende ni siquiera investigarlas para extirparlas de raíz en caso de que se comprueben o para quedar libre de culpas en caso contrario.
En conclusión, la historia de México nos muestra que el monólogo ha sido una herramienta discursiva propia de conservadores, de los que no escuchan, de quienes defendieron privilegios de clase o de grupo, en el imperio de Maximiliano, o en la dictadura porfirista o en los cacicazgos del régimen priista.
El monólogo como discurso del poder, en suma, ni es liberal, ni es democrático.
Así las cosas. |
|