Es un hecho que quien llega a un espacio de poder trata de hacer prevalecer su punto de vista y su visión de la realidad, orientando sus acciones y decisiones para cambiar lo que desde su perspectiva debe cambiar y tratando de dar al espacio territorial que gobierna, ya sea un municipio, un estado o un país, el rumbo que considera debe seguir.
Es la metáfora de la nave gobernada por quien lleva el timón.
En la democracia de nuestros días, quien llega a un espacio de poder es electo por la vía de las urnas, pero este hecho solo le da la legitimidad necesaria para tomar el mando y plantear y desarrollar un proyecto de gobierno.
Es en el ejercicio del poder donde el gobernante legitima o no, su proyecto y su autoridad, refrendando – o perdiendo - el consenso y el respaldo social, gobernando con eficacia y eficiencia – o todo lo contrario- pues a final de cuentas todo gobernante electo democráticamente tiene que someter su actuación a la rendición de cuentas.
Y aunque hay quienes confunden la gimnasia con la magnesia, queda claro que se trata de dos momentos distintos.
Que la legitimidad de origen solo le permite al gobernante llegar al poder y ejercerlo, pero no de manera autocrática, o pasando por alto reglas y leyes y la voz de sus gobernados, pues es el ejercicio del poder el que permite legitimar la autoridad del gobernante y refrendar el consenso social, a través de la evaluación de sus acciones y decisiones.
Se ha dicho que el ejercicio del poder desgasta, pues poner en marcha un proyecto de gobierno, tratar de hacer prevalecer una visión de la realidad significa enfrentar resistencias o inercias no sólo entre los partidos opositores, sino en los poderes fácticos, empresarios, iglesias o grupos que buscan conservar el status quo.
En este caso queda claro que el éxito del proyecto y del gobernante depende del respaldo social, pero también de su habilidad para sortear los inconvenientes y las turbulencias generadas por el choque de intereses.
Quienes gobiernan tienen el derecho de echar mano de los recursos lícitos y éticos que la Constitución y las leyes ponen a su alcance para tratar de convencer al pueblo de las bondades de su proyecto. Para eso sirve una sana relación con los medios de comunicación.
Lo que no se vale en una sociedad democrática es que desde el gobierno se pretenda hacer prevalecer e imponer una visión única de la realidad, pues la historia está llena de atrocidades de aquellos que detentando el poder, asumen y dan por sentado que también son dueños de la verdad absoluta.
Si el proceso político es dialéctico, queda claro que todo proyecto político que llega al poder va generando sus propias contradicciones, la antítesis que a la postre permite que la rueda de la historia se mueva.
En toda sociedad democrática la Constitución debe garantizar el respeto de los derechos de todos, para evitar que las mayorías o los poderes establecidos avasallen los derechos de las minorías, incurriendo en un abuso de poder.
Lo ocurrido la semana pasada en Washington, donde una turba azuzada por un Presidente tomó el Capitolio para sabotear el proceso de sucesión del poder, debería ser una llamada de atención a tiempo y un ejemplo de lo que no debe pasar en otras naciones.
Al final lo que prevaleció fueron el proceso democrático y las instituciones, por encima de la autocracia y la manipulación de los simpatizantes a través de las redes sociales. |
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