Por: Inocencio Yáñez Vicencio
Así como podemos construir una casa como Dios nos da a entender o conforme a un diseño y con herramientas modernas, de la misma manera podemos abordar un tema de forma intuitiva, cotidiana, precientífica, científica, empírica o teórica.
Estas reflexiones sobre la partidocracia o partitocracia no tienen otro propósito que no sea más que el de intentar contribuir a esclarecer un tópico muy nebuloso, relacionado de alguna manera con las candidaturas independientes.
Comencemos por precisar los elementos principales del aparato conceptual en el que nos apoyamos, para no sumar más confusión al que ya de por sí provoca la anarquía babeliana.
Cuando hablemos de política nos referiremos a lo que Hannah Arendt, secundando a Aristóteles, define como la acción concertada al bien común. Con lo que queremos decir que una acción puede rotularse de política, pero eso no la hace política si no va dirigida al interés general, por lo que puede ser simplemente diferente, simplemente no política, pero si es contraria, si es a costa o en perjuicio del bien comunitario, es antipolítica. Un funcionario o representante que en lugar de trabajar para la sociedad, se embolsa los impuestos, por ese solo hecho se coloca fuera de la política y encarna su negación. El empresario no desarrolla una actividad política desde el momento que el motor que lo mueve es el interés privado, es la ganancia. El capitalista que vive de la ganancia comercial o del excedente que producen sus trabajadores, esto es, de lo que los trabajadores generan, más allá de lo que necesitan ellos y su familia para su subsistencia, no puede incluirse entre los que trabajan para el bien común.
El poder político no tiene su origen ni en el pecado original, ni es un mal necesario, ni como dice Luis Villoro, su valor depende de la causa a la que sirva. El poder político o está al servicio del bien común o no es político. Un gobernante que utiliza las palancas del Estado para beneficiar a sus hijos, a sus amigos, o para robar, no es un político, es un delincuente. Llamar a un delincuente político es glorificarlo. Llamar a un cura pederasta, en lugar de llamarlo simplemente pederasta, es dañar una función que no tiene ese propósito, función que abandonó al delinquir. Seguir nombrando político al que dejó de practicar o simula practicar el bien común, solo puede hacerse por ignorancia o con la intención de buscar desprestigiar y debilitar la política, con el objeto de suplantarla para practicas gerenciales, corporativas o de fuerza.
El concepto de república no lo usamos únicamente para distinguir un régimen electivo de uno no electivo. Nos atenemos a su connotación histórica. Para nosotros una república es un gobierno mixto, equilibrado, que privilegia el bien público, el ciudadano en plenitud de sus derechos, la educación política y, sobre todo, la libertad como no dominación que excluye real y potencialmente la explotación.
Explicar para nosotros no solo es describir, narrar hechos y fenómenos, sino principalmente encontrar su relación causal, para poder prevenir, corregir o sacar provecho de ellos.
El Estado partitocrático es el que resulta de la monopolización del poder (más o menos legítimamente) por un partido o una pluralidad de partidos coaligados.
No se debe confundir partidarismos con partidos. Los primeros son antiquísimos en tanto los segundos son recientes. Las reformas del ateniense Clístenes del 507 a. C. cedieron contra los tiranos que defendían un régimen de potentados. Según Tucides en las Ciudades-Estado la lucha por el poder de gobierno la libraban
siempre los partidos o facciones guiadas por hombres audaces hasta la temeridad y, en la mayoría de los casos violentos, sanguinarios y desleales. Es de dominio público que los partidos modernos aparecen en la segunda mitad del siglo XIX y se desarrollan con la extensión del sufragio y el paso de los partidos de notables o cuadros a los partidos de masas.
Quienes consideran que la partitocracia es la democracia degenerada en el poder oligárquico de uno o más partidos políticos, afirman que mientras la representación política expresa una relación de orden general, que implica la consideración del sujeto, es decir, del pueblo, como una singular totalidad, la representatividad de los partidos, por el contrario, expresa una relación de tipo particular, que como bien decía Rousseau, por grande que siga siendo esa conformación política, es una parte, ya que todo partido es expresión de instancias y exigencias sectoriales o de grupo, de ambiciones personales o de intereses particulares. ¿Hasta dónde se puede representar lo que no es representable? Solamente con un malabarismo metafísico puede decirse que los abstencionistas o los que no votaron por el partido o la pluralidad que pudo canjear sus votos por cargos, esté representada.
Es urgente resolver de una vez por todas la inaceptable paradoja que significa que halla democracia para el todo, por lo menos formalmente, pero no para la parte o partes. Hay democracia formal para escoger a las autoridades nacionales, pero para escoger a las autoridades y abanderados de los partidos se hacen excepciones. La tendencia oligárquica que en 1915, denunciaba Robert Michels, es una realidad, la designación de los candidatos las hacen camarillas o, lo que es peor, algún iluminado, que hace de los electos auténticos vasallos, despojados de voluntad propia y dignidad.
Hoy se cuestiona la corrupción que ocasiona la reasignación de las partidas del presupuesto de la Federación, pero nada se dice de la corrupción derivada de que los dineros etiquetados que se les entrega a los partidos, no se ejerzan conforme a esas disposiciones, como se observa en la nula aplicación que se lleva a cabo a la educación de sus cuadros o al mantenimiento de sus locales y de su estructura.
Es opinión generalizada que hay partitocracia cuando los partidos políticos llegan, como han llegado ahora a colocarse fuera de la esfera de la legalidad institucional y constitucional del Estado, a la que, sin embargo condicionan y dominan. Transformados en centros de poder extraparlamentario, operan fuera de toda legalidad y se deslizan hacia un proceso de descomposición y de descrédito. El pluralismo partitocrático constituido de esta forma, se va traduciendo en un pluralismo autónomo de poderes públicos que acabará determinando la disolución, incluso del mismo poder político de los partidos.
Como solución se propone un sistema selectivo para la formación y constitución de una élite calificada, preparada y con un pertrecho ético; es decir de hombres y mujeres que tengan realmente la capacidad y la competencia necesarias para el ejercicio de funciones políticas y de gobierno. Falso que la función hace al hombre. Una función no puede ser ocupada por cualquiera. Es frecuente encontrar que la etiqueta partidista solapa las incapacidades más inaceptables y nocivas.
Empezar a ventilar estas disfunciones es empezar a realizar esfuerzos por dar con las soluciones más pertinentes. Los partidos necesitan introducir la discusión como método para la toma de decisiones. Es hora que piensen que sus acciones de gobierno más que buscar votos, deben proponerse en beneficio común si no quieren hundirse más en este pantano. En un régimen de servidumbre el concepto de unidad significa solo ciega subordinación a una voluntad que representa el interés de una parte. Arribemos a una nueva cultura de libertad y dignidad. No está por demás recapitular que en efecto, cuando la representación se suplanta, el pueblo deja de estar representado en el parlamento o congreso y su lugar lo ocupan los tentáculos de los partidos políticos,
o mejor dicho, los tentáculos de las camarillas de los partidos políticos, que aun cuando fuera el colectivo de los partidos, serian minorías organizadas, donde la más fuerte asume la dirección del Estado, constituyéndose como gobierno, que desde el momento que arriba al poder, cesa automáticamente de ser parte y pretende ser el todo, es decir, de representar al pueblo entero, a la Nación, considerada con indisoluble unidad orgánica. Su voluntad, no obstante siendo minoría, se hace pasar por la voluntad de toda la colectividad.
Para superar aquella observación que hiciera Giovanni Sartori, en el sentido de que “Nuestras democracias – desde un punto de vista funcional – funcionan mal precisamente porque continúan pretendiendo que problemas cada vez más técnicos, sean resueltos por cualquiera”.
Como la burocracia es insustituible, lo menos que podemos hacer, es sacarla del botín partidista. Las plazas de la administración deben de dejar de repartirse entre los seguidores del partido o coalición ganadora, sin más requisito que su fidelidad partidista. El ingreso a la administración pública debe tener como base la calidad de la preparación, su grado, su experiencia profesional y su honorabilidad. Hay que capacitar realmente a la burocracia.
Ningún gobierno con vocación democrática puede debilitar, y menos, destruir los órganos autónomos de control y vigilancia. Más allá de sofismas, el combate a la corrupción no se libra con estados de humor sino con mecanismos de poder que contengan y frenen el abuso y la arbitrariedad. Es cierto que la impunidad alienta la corrupción pero más la alienta la justicia selectiva, porque nada irrita tanto como la simulación. La concentración de los poderes públicos en unas sola persona no solo producen la peor corrupción, deja indefensa a la ciudadanía y destruye nuestras pocas o muchas libertades.
De lo dicho hasta aquí se desprenden que en el actual régimen de partitocracia, la soberanía no reside ya en el pueblo, si no que ha pasado a manos de los partidos políticos y que los partidos la ejercen a través de sus propias administraciones (la burocracia, la nomenklatura o si se prefiere, el aparato de partido), al margen del parlamento y sus comisiones. Es evidente que, de este modo, los órganos constitucionales normales quedan degradados de órganos deliberantes del Estado a simples órganos administrativos que se limitan a registrar, a consagrar en forma normativa y finalmente a hacer públicas y vinculantes para todo el pueblo las decisiones acordadas previamente y en forma contractual por los partidos políticos y por sus respectivos aparatos.
La experiencia nos enseña que en estas condiciones, los partidos no tienen necesidad más que de hombres y mujeres dotados de la máxima docilidad y de ciega obediencia.
Restaurar la legalidad democrática obliga a disciplinar legislativamente las funciones y atribuciones específicas que deben reconocerse o asignarse a las diversas agrupaciones políticas, que actúan en la dinámica del Estado de derecho, a fin de evitar intrusiones ilícitas en el ámbito mismo de los poderes constitucionales.
La única forma de recobrar el trecho de libertad que hemos perdido con la concentración de los poderes en unas solas manos y con el secuestro de los órganos constitucionales por cúpulas partidistas, es realizar las reformas estructurales que nos retornen en el camino del equilibrio republicano y reiniciemos la ruta de la Ley de pesos y contra pesos de los poderes públicos.
Es imprescindible reencauzar la vida independiente del Poder Judicial, no solo como garante de nuestras libertades y derechos que, como nunca han sido conculcados, sino para que contribuya a que aterrice la ficción republicana.
Tomando en cuenta que en el Estado partitocrático son precisamente los partidos políticos los que en realidad disponen del poder soberano, en cuanto que, con su voluntad, constituyen la voluntad del Estado, será muy difícil que aprueben medidas que los disciplinen, por lo que deben explorarse vías menos formales como la iniciativa popular o de plano la movilización general, para someterlos a una nueva legalidad republicana y democrática, o de lo contrario seguirán engañándonos con el uso del subsidio que reciben o proponiendo reducirlo a la mitad, cuando pueden disponer del erario público.
Los poderes de hecho, no de derecho, de que hacen uso hoy los partidos políticos no solo los coloca en la inconstitucionalidad sino lo más peligroso, dejan las puertas abiertas a la arbitrariedad y a la dictadura.
En las actuales condiciones, el verdadero poder político – como voluntad soberana y como voluntad direccional – se halla fuera del Estatuto Jurídico y reside sustancialmente en el irresponsable juego de compromisos, componendas y transacciones, licitas o ilícitas, que dependen del arbitrio de las elites de los partidos. Y como los cálculos secretos, inconfesados y a menudo inconfesables, son los beneficios que cada partido espera obtener de la gestión, ésta tupida red de intereses subterráneos condiciona – ilegalmente - desde fuera la acción y decisión de los órganos estatales.
Necesitamos un marco constitucional para un Estado de partidos, en el que se rencuentren la Constitución formal con la Constitución material.
No es concebible que se acepte la democracia, pero rechacemos sus elementos constitutivos: las elecciones, los partidos, los órganos electorales, los tribunales electorales. Pareciera que los enemigos de la democracia no se atreven a atacarla, por lo que mejor atacan a sus elementos. Sin partidos no hay democracia. No tenemos otra alternativa que reconfigurar y disciplinar a los partidos para que exista plena democracia. No hay de otra, si queremos vivir en libertad y en igualdad.
La atomización no puede llevarse mecánicamente a las asambleas. Tan difícil era el acuerdo estamental como tratar de acordar uno a uno en una asamblea moderna. Las funciones de articulación de intereses institucionales, entendidas como el proceso mediante el cual individuos y grupos plantean demandas ante quienes toman las decisiones políticas, y de agregación de intereses, entendidas como el proceso de convertir demandas en alternativas políticas generales, son imprescindibles. Son las fracciones parlamentarias de los partidos las que facilitan el acuerdo parlamentario. Privilegiar temas particulares ha degradado la vida parlamentaria. Estas representaciones fueron pensadas para deliberar sobre temas generales y no particulares.
Los representantes, en un sistema liberal no están vinculados a ningún cuaderno de instrucción, sus informes solo han servido para que estén en permanente campaña. La llamada línea, es descalificada más por emanar de cúpulas que por los partidos mismos.
Dice Gianfranco Pasquino, un politólogo que nos es familiar, que en la partitocracia, quien tiene el poder no suele dejar espacio para los movimientos y organizaciones de la sociedad civil, sin la cual se mutila la democracia.
La partitocracia, es reforzada mediante reformas y mecanismos que inhiben la movilidad y la rotación de cargos, como la relección.
El gran constitucionalista español, Pedro de Vega, con la claridad que le distingue, nos dice, después de recordarnos que los partidos políticos se configuran como una necesidad sin cuya existencia la democracia pluralista y de masas es imposible, que lo que ha ocurrido simplemente es que los órganos e instituciones
estatales han dejado de ser los centros de mediación de los interese privados de la burguesía para convertirse en centros de mediación de los partidos. Duverger lo ha visto con precisión y agudeza singulares cuando escribe: Las protestas clásicas contra la injerencia de los partidos en la vida de los órganos constitucionales, contra el dominio de los militantes sobre los diputados, y de los Congresos y los Comités sobre las Asambleas, ignoran la evolución capital realizada desde hace más de cien años, que ha acentuado el carácter formal de los Gobiernos y los Parlamentos. Antes, instrumentos exclusivos de intereses privados, financieros y económicos, unos y otros, se han convertido en instrumentos de los partidos: entre los cuales, los partidos populares ocupan un lugar creciente. Estas transformaciones constituyen un desarrollo de la democracia, y no una regresión.
Estamos ante la disyuntiva de reconocer que los principios que sustentan el orden que tenemos han perdido valor – si alguna vez lo tuvieron – o se siguen defendiendo, pero en cualquiera de los casos las relaciones entre los partidos y el Estado tendrán que reorientarse en por lo menos su rumbo metafísico. El derecho del Estado liberal no puede seguir siendo un fugitivo de la propia realidad histórica. En todo caso los partidos en 1791 con la ley Le Chapelier, la burguesía decretó su muerte y mediante el derecho se les ignoro. Fue la realidad, la puerta por la que entraron. Lo que parece evidente es que no se perdona a los partidos políticos que hayan hecho saltar en añicos los pilares en que estaba cimentada la teoría y el edificio de la representación y puesto al descubierto lo que Rousseau, expreso en el contrato social, que la soberanía es irrepresentable.
En este contexto las candidaturas independientes, son una reserva que puede quitarle presión a lo que llamamos con el eufemismo crisis representativa y estamos emplazados a encarar. |
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