Gabo le llamaban sus amigos cercanos. Para nosotros era Gabriel García Márquez, el Nobel que, desde Aracataca, maravilló al mundo con sus relatos. Su historia tiene muchas anécdotas. Como esa vez cuando el poeta colombiano Álvaro Mutis subió apresurado los siete pisos de la modesta casa que Gabriel García Márquez tenía en el barrio de Anzures, durante sus años en Ciudad de México. Este último, después de escribir sus cinco primeras novelas, -y consagrado ya en la industria literaria-, pensaba haberlo leído todo. Y a todos. Para su sorpresa, Mutis tiró sobre la cama un libro, y gritó: “¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!”. Era Pedro Páramo. Y no sé si aprendió, pero el Nobel dijo que su mundo cambió cuando leyó a Juan Rulfo. Rulfo también tiene sus anécdotas, porque antes que Gabo fue el primero que hablaba con los muertos. Hasta el final de su vida Rulfo, venerado por escritores como el alemán Günter Grass, el japonés Kenzaburo o el colombiano Gabriel García Márquez, se consideró a sí mismo, con cierta ironía, un mero escritor aficionado. “He sido otras cosas –comentaba–, alpinista, fotógrafo, recaudador de rentas, tutor…”. En cierta ocasión, Rulfo pidió permiso a su jefe, pues trabajaba en el INI del gobierno federal, para ausentarse por varios días del trabajo. Le iban a entregar el Premio Princesa de Asturias en España, ni más ni menos. Pero su jefe, bisoño y correcto, le negó el permiso: “Señor Rulfo, usted acaba de tomar vacaciones”. Rulfo, que jamás se quejaba de nada, regresó a su escritorio sin chistar. Al día siguiente el teléfono del jefe de Rulfo sonó, enérgico. Le llamaban de la oficina de la presidencia de la República para reprenderlo. ¡En qué cabeza cabía negarle un permiso así a Juan Rulfo! Solía buscar en los panteones y tumbas los nombres de sus personajes.
Pero estaba con Gabo.
EN AGOSTO NOS VEMOS
La universidad de Austin, Texas, compró hace 10 años a sus herederos, todo lo que García Márquez escribió en su casa. Lo que allí plasmaba e iba dejando. Todo con lo que escribía en su despacho mexicano, lo que corregía, lo que anotaba, fotos, tres computadoras, pues hubo un tiempo que el Nobel optó por la tecnología, y lo que archivó allí lo tiene la Universidad. Ahora la abrirán al mundo. Le pagaron a la familia 2.2 millones de dólares, antes de la muerte del escritor, y cuando la tuvieron en sus manos, como una joya, el director dijo: “Este es el lugar donde las letras de García Márquez han venido a descansar”, o sea su panteón ilustre, creo que se apañaron en esa compra una novela inédita. ‘En agosto nos vemos’. La ciudad tiene su Congreso, el Capitolio, copia del de Washington, la sala de los presidentes, donde hay pinturas gigantes de los tres presidentes que han llegado a gobernar: Lyndon Johnson, a la muerte de JFK, el Bush padre y el Bush chico. No olvidemos que Texas fue país, primero, luego se convirtió en Estado de la Unión y son los más radicales del mundo. Esa biblioteca de la Universidad, o Centro Harry Ramson, es un panteón de las artes, tienen documentos de James Joyce, J.M. Coetzee, Faulkner y Arthur Miller; las libretas con notas de los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein, los del Watergate, que hicieron morder el polvo al presidente Nixon, cuando el viejo chismoso conocido como Garganta Profunda, les filtraba todo. En esa Universidad se armó, con la complacencia de los herederos de García Márquez, el nuevo libro que ya circula: En agosto nos vemos. Lo buscaré y luego les cuento.
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