Fiel a mi costumbre de gastar parte de mis quincenas en la compra de libros, ahora una pasión me domina, como a la Valentina, y es tanta mi audacia, como Pancho Pantera, que los adquiero dónde los encuentre. Los libros suelen ser cada día más caros y por eso se nos dificulta tenerlos a la mano. En un país como el nuestro, de raquítico y pinchurriento salario mínimo, el adquirirlos cuesta trabajo.
Leo muy seguido a los novelistas y escritores españoles. Y me sumerjo en esas lecturas y les rasco sus libros por dónde los vea, porque en México algunos de ellos no tienen mucho mercado, aún con ser famosos en tierras hispanas. Prendo mi computadora (ordenador, en España) y me conecto a la biblioteca de El Corte Inglés, que es una tienda como Liverpool, pero a lo bestia: en grande y con tantas cosas que falta respiración cuando se compra en ellas en todo Madrid.
Voy a los libros y escojo algunos. Oscilan sus precios entre los 9 a los 11 y hasta los 21 euros. Pincho los títulos, pago con tarjeta de crédito y los persigno para que lleguen sanos y salvos. Un correo de inmediato me hace ver que ha sido aceptado el pago y que llegarán pronto. Cuento los días, pregunto si llegan. Un correo de ellos mismos, a los pocos días, me dan la mala nueva: espere un poco, un poquito más, como cantaba José José, nos falta un titulo. Espero. Llegan a los días y mi sorpresa ahora es que la compañía que me los trae, que no es otra que la famosísima DHL, me dice que les debo 585 pesos. Joder, les digo como gachupa acojonado, si todo lo pagué: precio y flete y el seguro lo pagaron ellos, los de El Corte Inglés. Lo siento, me dicen por teléfono, son los impuestos. ‘¿Los qué?’, pregunto asombrado como fosfo fosfo cuando le eliminaron a su candidato.
Así fue la historia. Un bulto de 9 libros con un peso de 4.7 kg., cuyo flete fue de 73 euros, le he tenido que pagar a la Aduana mexicana, es decir a Hacienda, quinientos y pico de pesos. Ni hablar, hay días así. Los desenvuelvo emocionado, como al chiquillo cuando le compran zapatos nuevos, y comienzo a verlos. Tomo uno, ‘Egos revueltos’, del gran Juan Cruz: “Se dice que los escritores desayunan egos revueltos. Pero, ¿podrían escribir sin ego? El ego los defiende del principio de incertidumbre (nadie te quiere, nadie te va a leer), está en su naturaleza. No es una enfermedad, es parte de su ser. Su desayuno”. Desmenuza Juan Cruz los egos de los escritores: “La leyenda sobre los escritores egocéntricos deja fuera a los que parecían sencillos. Pero Julio Cortázar, por ejemplo, o Juan Rulfo, o el insumiso Juan Carlos Onetti, por nombrar a algunos de la lista de los modestos, pasaron a la historia por su modestia registrada, y sin embargo sobre ellos pesan anécdotas que desmienten que fueran santos de la humildad. Cortázar le escribió a José María Arguedas recordándole que él dirigía una orquesta en París mientras que Arguedas tocaba la quena en Perú. Rulfo dijo que escribió Pedro Páramo porque no hallaba uno similar en su estantería. ¿Y Onetti? Siempre pensamos que le daba lo mismo ser conocido o ser desconocido, pero a la semana de la salida de sus libros llamaba al editor: “¿Y esos anuncios?”.
Manuel Vicent suele decir que los escritores van por las noches a las librerías a cambiar de sitio los libros, para poner los suyos en las filas más vistosas, y que por las mañanas las estanterías aparecen manchadas de sangre, tal ha sido la lucha cruenta, egocéntrica, entre los volúmenes”.
“Quien no perdonaba era Octavio Paz. Tenía el mandoble del ego siempre dispuesto, en cualquier circunstancia y ocasión. Un día se le ofreció una colaboración en un suplemento internacional; tomó la pluma y comenzó a tachar nombres para él indeseables. ¿Y por qué, don Octavio? “Me desmerecen”.
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