Le encontré en un caminar semanal a Córdoba. Suelo comprar de regreso una caja de esos pollos que tienen la virtud de guardar bajo siete llaves la receta secreta del Coronel Sanders, los famosos pollos que se patentaron en Kentucky. Cuenta la historia que, como todos los inventores, en un pueblecito de ese estado un Coronel milonguero comenzó a preparar unas hierbas que le ponía a unos pollos, unas gallinas grandes a las que cocinaba con el freído con pan que no era Bimbo. Gustó el producto y poco a poco lo fue vendiendo casa por casa y luego se asoció con restauranteros para ofrecerles la receta secreta a la que le pagaban un porcentaje por venta. Como la Coca Cola, que presumen su receta la conocen solo diez personas en el mundo, y se guarda como si fuera dinero del Fuerte Fort Knox de los gringos. El changarrito que tenía el Coronel lo vendió a la fuerza, porque pasaría por allí una carretera interestatal no tan fea y jodida como las de paga de Capufe, entonces aquella KFC se convirtió en un emporio mundial. Aquella historia de 1930 comenzó a caminar hasta 1952, cuando abrieron la primera tienda de pollos en Salt Lake City. Al paso del tiempo se la comió la Pepsico. Como todo en la vida, el pez grande se come al chico. Pues allí me tenéis formado en el drive thru para llevar una cubeta a casa con doce piezas de pollo, cuando de repente el niño se acercó a mi ventanilla. Pidió una moneda. Con su vestimenta de pobre, zapatos muy gastados de tanto caminar y del tiempo, ropa un poco sucia, chamaco bien listo, de esos que si los tuviera uno en casa seguro saldrían buenos estudiantes, de esos a los que el gobierno quiere elevar su Cruzada contra el Hambre y sacarlos de esos caminos de pobreza donde los alcaldes de cada pueblo les debían tener unos comederos públicos y unos sitios donde poder dormir, por si la noche los atrapa en la calle y logran dormir a la intemperie, o lugares donde puedan comer una comida caliente gratis. Pedía una moneda. No se la di. Le dije que aguardara a que llegara mi turno en la fila porque le compraría un par de piezas de pollo, para que las comiera a esa hora, con la receta secreta del Coronel mamila Sanders. Así lo hizo, pero mi sorpresa fue que, cuando llegué con el cajero a hacer el pedido, el joven, que dijo llamarse Gregorio, ya llevaba un hermanito más grande. Los dos se acurrucaron allí, quietecitos, impávidos, inmóviles en un espacio de la banqueta, sentados al filo del cemento bien cómodos, con su mirada seguían en mi búsqueda. Hice mi pedido y el de ellos. Comerían ese día unas piezas de pollo calientes con sus respectivos panes y su refresco bien frío. Le llamé y le di su bolsa con las piezas para él y para quien me imagino era su hermano. “Son bendiciones que recibes”, me dijo el pastor Carballo, que me acompañaba. “Nada”, le respondí, “deben los gobiernos ponerse las pilas y ayudar a estos pobres muchachos. Estos debían estar en las escuelas, no en la calle pidiendo ayuda”. Cuando le di la bolsa, le pregunté si quería pasar al local y sentarse cómodamente a comerla. Se apenó, me dijo que no y al irme y dar la vuelta en el auto para tomar la calle, me hizo una seña con el dedo pulgar hacia arriba como diciendo todo está a la perfección, con una mirada muy de agradecimiento, de esas miradas inocentes que te parten el alma, entonces me fui contento de haber ayudado a este par de chamacos a que comieran una pieza caliente ese día caluroso en la ciudad cafetera. Lo cuento no por presumir, porque la ayuda nunca debe contarse. Lo que hace una mano no debe saberlo la otra. Ni para halagarme porque halago en boca propia es vituperio, lo hago para que quienes me lean y puedan, ayuden con algo a tanta gente pobre que deambula por allí, sobre todo a los menores, y que muchas veces les tenemos a la mano y no volteamos siquiera a verlos. Solo por eso.
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