Periódico La Jornada.
Ante la insistencia de los reporteros, la periodista Cristina Pacheco aceptó salir del aula mayor de El Colegio Nacional, donde se colocó el féretro de su esposo, el poeta José Emilio Pacheco, para ir a otro de los salones y compartir con la prensa una sentida y detallada narración de los últimos momentos del escritor: “Lo último que platiqué con él fue muy poquito, porque lo encontré mal (el viernes). No le dolía el golpe que se dio en la cabeza, pero sí estaba a disgusto, incómodo. Le di una pastilla para el dolor, por si le daba. Me pidió una pastilla para dormir. Comimos un poco juntos, vimos un poco juntos las noticias en la tele. Me comentó algo de mi programa. Eso es algo que le agradeceré siempre porque se sentía mal y prácticamente me contó todo el programa, como si quisiera asegurarme que lo había visto. “Después se quedó dormido; intenté despertarlo. Me quedé cerca de él, en una silla junto a su cama porque le dolía la cabeza. Le pregunté si quería que lo llevara al hospital a ver al doctor, y me dijo que por un tonto golpe de cabeza no valía la pena molestarlo. “No dormí, estaba muy inquieta. En la madrugada vi que respiraba normal pero había algo que no me gustaba. En la mañana, tempranito, le dije: ‘ya es muy tarde, no seas dormilón, porque hiciste un artículo muy bonito no voy a dejar que te duermas hasta más tarde’. Eso siempre lo entusiasmaba. Le subí el café que le gustaba, se lo puse prácticamente en la boca y no reaccionó.
“Pensé: ‘le hizo mucho efecto la pastilla’. Le hablé muy fuerte y al oído, respiraba bien, pero tomé una toalla, si quieren es un remedio tonto, pero no encontraba qué hacer tan temprano. Le puse un perfume de agua, corriente, pero que le fascinaba. Pensé: ‘el olor lo va a hacer reaccionar’. Me senté a abrazarlo para ver qué estaba pasando y sentir la temperatura de su piel, y al tomarlo de la mano vi que estaba morada y gris. Llamé a su doctor, le dije lo que pasaba, cuánto tiempo había estado dormido, y el doctor me dijo: ‘no está dormido, está inconsciente’.
“Le dije: ‘tiene las palmas azules, no me gusta’. ‘A mí menos’, respondió el doctor, ‘llame a una ambulancia y lléveselo pero ya al hospital’. El doctor nos ayudó a encontrar a esas horas habitación, pues es muy difícil, es un servicio muy solicitado.
“Consultamos dos neurocirujanos y los dos coincidieron en algo que era terrible pero para mí muy esclarecedor; dijeron: ‘es tanta la hemorragia que tiene que la operación no va a resultar bien. Hay 95 por ciento de probabilidades de que quede en estado vegetativo’.
“Jamás le hubiera yo hecho a José Emilio semejante cosa, ni siquiera a cambio de tenerlo en mi casa y poder tocarle la mano. Nunca hubiera querido tenerlo convertido en un vegetal y en una persona que no pudiera hacer lo que más amaba en la vida, que era leer, escribir y comer. Entonces, con mis hijas, estuvimos de acuerdo en que mejor no se hiciera la operación, que lo dejáramos tranquilo. “Y se fue muriendo muy lentamente, pero en absoluta tranquilidad. Lo sé porque estuve a un milímetro de él, estuvimos rodeándolo. No hubo quejas. No había dolor. Los médicos me aseguraron que no había dolor ni angustia, que era lo que más temía yo, que lo fueran a lastimar. No hubo curaciones absurdas ni inútiles, no hubo medicamentos innecesarios.
“Él se fue quedando dormido y se fue a su sueño, el sueño de su poesía”. |
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