He visto las formas y estilos de como se ejerce el poder político en Mexico y Veracruz, desde hace unos 46 años; antes de todo ese lapso, con experiencia u observación directa, pude conocer un poco más a través de la prensa y los libros. De la presidencia de López Portillo a la fecha tengo una idea y valoración de la personalidad de Presidentes y Gobernadores. Los sustentos de sus discursos han sido la revolución mexicana, las alternancias y una cuarta transformación, según cada caso. Sin desconocer que impulsan proyectos políticos, que son parte de algo más amplio, es evidente el peso de la personalidad de los respectivos Ejecutivos en las decisiones gubernamentales. Entre menos equilibrios y contrapesos entre los poderes y en la sociedad se tienen gobernantes con cierto absolutismo, con riesgos de excesos, ocurrencias y arbitrariedades. Los mandatarios poderosos, guiados por usos y costumbres, pudieron reprimir manifestaciones, endeudar al país, intentar aventuras internacionales, levantar elefantes blancos y aislarse del diálogo y la sana convivencia social. La historia de nuestro presidencialismo cuasi imperial y caudillista es pródigo en mitos y leyendas; a los hombres fuertes les corresponde la crónica disminución de nuestra ciudadanía. Salvo matices o casos de relativa novedad, no se observan cambios sustanciales en el ejercicio del poder; ni antes ni ahora. Antes todo se justificaba con la revolución, ahora con la transformación. Es obvio que la personalidad de los gobernantes es clave en la toma de decisiones. Habrá Presidentes y Gobernadores que analicen y acuerden con asesores antes de decidir sobre políticas públicas y presupuestos; pero también habrá quienes actúen solos. Es de lo más antidemocrático que pueda haber, sin voces de experiencia ni datos y razones.
Sin fatalismo, con las esperanzas transformadoras intactas, es de lamentar que el ejercicio del poder actual reproduzca la esencia de siempre. Entre lo viejo que perdura están el patrimonialismo, el corporativismo y el clientelismo. Reforzados esos rasgos desde el poder se incurre en un anacrónico círculo vicioso. Son métodos facilones que no impulsan democracia y que abonan a la disminución de la condición ciudadana. Para hacer algo así pero decir que son mejores inevitablemente tienen que engañar y simular; y mentir. Se vuelven gobiernos de mentiras y propaganda, que invocan al pueblo para justificar cualquier cosa. Es impresionante la semejanza del estilo actual con el que se practicaba hace un poco más de cincuenta años. No existe en la realidad ni conceptualmente eso de una “revolución pacífica”; como tampoco se debe hablar del “pueblo” en abstracto. Lo que si se necesita es equilibrio de poderes, Estado de Derecho, autonomías, ciudadanía, sociedad civil, pluralidad y diálogo. Esas cualidades son el piso básico para la convivencia democrática. Sin eso lo qué hay es vacío y rutas peligrosas. En la democracia se eligen gobernantes y legisladores con mandatos específicos y por plazos definidos. Cumplidos sus períodos, se someten a elecciones libres y asumen resultados electorales: se confirman los vigentes u ocurre la alternancia. No hay drama ni catástrofe, simplemente unos se van y otros llegan. Es la normalidad democrática. Las solemnidades, los experimentos sociales y los afanes de trascendencia histórica son la ruta segura a los terrenos de lo fallido.
Con una sociedad abierta y una ciudadanía activa las tareas democráticas son permanentes. Siempre hay mucho que hacer para actualizar la convivencia social, la paz y el Progreso. La democracia, como las plantas, requiere alimentarse con votos e información. Todos y todas tenemos tareas y compromisos. Nos toca ser participativos, exigir derechos, ser críticos, estar informados y aportar algo para lo común y general. Pelear por mejores partidos, útiles, circulación fluida de la información, votar, basarse en datos y alejarse de la orfandad ideológica y política.
Recadito: urge un Cabildo abierto para tratar los atracos de las grúas ….
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