Uriel Flores Aguayo
La pandemia en curso, imparable, nos está haciendo mucho daño. Son letales sus efectos en salud y economía, pero se extienden a lo social en su conjunto. Al desempleo le sobrevienen carencias básicas, las alimentarias entre ellas; del medio confinamiento, prolongado en exceso, y presiones materiales surgen ambientes de violencia. El cuadro es complejo y adverso. La lista de aflicciones se incrementa con problemas anímicos y emocionales. En ese nivel hay mucho de omisión personal, familiar, social e institucional. Poco se habla y menos se hace del desgaste físico y emocional del personal médico que, a estas alturas, ya resiente los efectos de encontrarse cara a cara, todos los días, no siempre en las mejores condiciones, con los estragos causados por el virus. Estamos ante un fenómeno que debe enfocarse integralmente. De otra manera se dejan hilos sueltos y, por tanto, se van acumulando los problemas.
La mejor manera de resistir y creer qué hay un mañana lo más normal posible es unirse o reencontrase con los seres queridos. Buscar a las amistades, reiterando afectos; insistir con la familia y recuperar afinidades. Informarse científicamente del entorno del Covid-19, apenas lo necesario, lo nuevo, para estar atentos a realizar lo básico y recomendado. Es de elemental coherencia práctica concentrarse en lo importante, lo vital: salud, sustento, estabilidad emocional y contacto social. Sin abstraerse de los impactos mediáticos generales y la coyuntura política, donde hay un debate más que artificial, hay que darles el peso prioritario a las medidas de cuidados en salud, a la economía local, a la solidaridad social, al fortalecimiento anímico y, sobre todo, a los preparativos para el futuro poscovid-19.
Así como vamos, en cierto desorden, el panorama es desolador. Todo es incertidumbre. Ya sabemos que será poco lo que se reactivará en las instituciones públicas, que la economía caminará lentamente y que el sistema educativo seguirá paralizado. Lo peor radica en la fragilidad del sistema de salud, con hospitales a punto de la saturación, carencias de equipos y medicinas. Es duro, pero debemos ser realistas. No hay salidas fáciles a la vista. Es la prueba común más difícil que nos haya tocado vivir. Es un problema colectivo. Nos incumbe a todos. Lo que hagamos por uno mismo tiene efectos en los demás. Por eso debemos hacer lo correcto. Con todo y hartazgo renovar nuestro propósito de vivir, de colaborar con los demás y asumir otro estilo de vida, el que nos impone una pandemia para la cual todavía no hay vacuna.
No es ocioso decir lo que pensamos, hablar entre nosotros; de las palabras surgen ideas, explicaciones y sentidos al momento. Es un alivio coincidir en visiones, compartir experiencias y deseos. Solidaridad renovada para pasar al consuelo, al acompañamiento y a las ilusiones indispensables para seguir. Esta dura y terrible prueba nos hará más humanos. Recobrará sentido lo simple, lo sencillo y lo básico. Habrá mayor capacidad afectiva. Volveremos a hacer ciertas cosas, pero de otra forma, con paciencia y austeridad. Puede ser que aún no hayamos asimilado suficientemente la crisis y tragedia que estamos viviendo. Puede ser que persista cierto escepticismo, algunas confusiones y distancia opaca con los hechos de todos los días. Es inconcebible, por ejemplo, que desde el Gobierno Federal se insista en eludir la obligatoriedad e importancia del cubre boca; revela curiosas personalidades y alejamiento de prioridades técnicas y científicas. Por tanto, los llamados a la responsabilidad, las prácticas elementales de salud y el apoyo comunitario debe ser conducta ineludible.
Recadito: las nomenclaturas se han extraviado.
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