Uriel Flores Aguayo
A estas alturas que veo a personas concretas ejercer puestos de poder en los ámbitos locales, estatales y nacionales, me va quedando claro el peso de su personalidad en sus respectivos niveles de Gobierno. No es un hecho nuevo, que se pueda atribuir con exclusividad a las actuales nomenclaturas. Más o menos así ha sido nuestra historia política. Siempre con un sistema girando en torno a una figura individual o, al menos, teniéndolo como eje. Hubo cambios pequeños o medianos, aperturas, reformas, transición, alternancia antes de llegar a la situación actual. La correlación de ahora no es un súbito aterrizaje que se pueda atribuir a una persona o a un solo hecho, por mucho que se reconozca y destaque la aportación de algún liderazgo o grupos. Nuestra realidad política es resultado de un proceso que, al menos, viene del movimiento estudiantil del año 68, la revuelta electoral del año 88 y la alternancia del año 2000. Ningún mérito se debe regatear a AMLO, por su resistencia, sin que tenga que inaugurarse los siempre nocivos cultos a la personalidad. López Obrador, debe verse como Presidente si pensamos democráticamente; cualquier otra categoría, por ejemplo de caudillo, además de error, sería una banalidad y uso demagógico.
Las buenas y grandes intenciones de un proyecto político, en este caso la auto llamada cuarta transformación, pasan por sus operadores o portadores y descienden al terreno de los hechos. En ellos y sus actos compruebas lo original, calidad y positivo de lo ofrecido. Se notan de toda obviedad las diferencias cualitativas entre unos y otros. Hay abismales diferencias entre un López Obrador, con unos 32 años de dirigente, candidato, jefe de gobierno y escritor y cualquiera que ocupe algún otro cargo de gobierno; hay marcadas diferencias entre el Gabinete Federal, con personalidades de alta experiencia en muchos campos y cualquier equipo local. De ahí que las grandes proclamas son sometidas a las pruebas de la capacidad y una condición ordinaria de quién tenga que aplicarlas en lo regional. Los botones de muestra que se deben reconocer en el Gobierno Federal como son la honestidad y la austeridad podrían tener otra interpretación entre nosotros con los funcionarios locales. Sin contrapesos se puede hacer y decir lo que se quiera, no es reflejo de grandeza. Al contrario, no aprovechar esa amplia mayoría para unir es un error y desperdicio histórico.
Por lo que veo en mi entorno, más allá de discursos y proclamas, en relativa contradicción con AMLO, los gobernantes de aquí no escapan al factor determinante de la condición humana. Se ven casi igual como se veían los de antes. Con el agregado de que creen ser infalibles, levitan y asumen una oculta superioridad moral. Es de humor que la realización de alguna obra se eleve a hecho histórico. Si recurren sistemáticamente al comparativo con el pasado y se auto elogian, es indicativo de que no han construido algo nuevo. En todos los casos y niveles, por increíble que parezca, el estilo personal de gobernar es un factor determinante en sus decisiones; se nota más fácilmente en sus discursos. Cuando eso ocurre es que las instituciones giran en torno al ejecutivo y le dan un rango menor a nuestra democracia. Debo hacer algún tipo de excepción con el Ayuntamiento de Xalapa, donde se respeta al Cabildo y su Presidente muestra prudencia en declaraciones.
Cultivar caudillismo y descansar el sistema en la voluntad de una persona es extremadamente ineficaz y peligroso. Esas condiciones ya las vivimos en México. Además de disminuir libertades y participación ciudadana puede llevar a muchos tipos de excesos. Sobre todo en los casos en que se piense estar dando vuelcos históricos. Si los otros son menos y no los escucho, estoy en los terrenos de la intolerancias. Siendo menores no me
deben ganar, si, a pesar de todo, lo logran, puedo hacer lo que sea para evitarlo. Guardando las proporciones en esencia ese tipo de pensamiento tiene algo que ver con el Estalinismo y el Nazismo. En esos regímenes, de hombres fuertes y crueles, la disidencia o la raza era motivo de odio y destierro. Una vez echada a andar la maquinaria de odio el sistema se encargaba del resto. Como tan bien lo describió la gran Hannah Arendt, el mal y los criminales estaban en cualquier parte y podría ser cualquiera. A eso se refirió con la "banalidad de mal". Un subordinado a algún jefe prepotente, que abundan entre nosotros, puede hacer el mal simplemente por seguir órdenes conforme a las reglas del sistema. Estoy en los extremos si pensamos en la política pero algo hay de ese tipo de conductas sin llegar a lo criminal; al menos por ahora. Sin embargo, en la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa y las masacres cotidianas a manos de bandas crimínales es observable una conducta típica de la banalidad del mal.
Recadito: seguir con cuidados extremos y estimular la participación ciudadana.
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