Uriel Flores Aguayo
En ciertas disposiciones legales impulsadas desde el poder político, se sintetizan afanes autoritarios, pretendiendo el control social. Así lo registra nuestra historia. De elevado impacto, con incidencia en las protestas populares, fue el delito de disolución social en los años sesenta del siglo pasado. Una de las demandas principales del movimiento estudiantil del 68 fue su derogación. Esa penalización se empleaba contra los líderes disidentes y las organizaciones independientes. Era un recurso del poder para inhibir la protesta y reafirmar su carácter despótico. Nada de diálogo y reconocimiento de los derechos ciudadanos; la respuesta era la represión y la cárcel. Líderes obreros, sindicales, estudiantiles y políticos pagaron tras los barrotes de Lecumberri sus intentos libertarios y de bienestar. Padecieron la cárcel personajes como Demetrio Vallejo, Valentín Campa, Heberto Castillo, David Alfaro Siqueiros, entre otros, tanto por el delito de disolución social como de algunos más graves. En esa misma lógica de pronto apareció en Veracruz, con mayor fuerza el delito de ultrajes a la autoridad que ya estaba tipificado, pero con menor penalidad. Con apariencia de justicia, de protección a las policías, se convirtió rápida y masivamente en un método sistemático para reprimir a ciudadanos en general e inhibir protestas políticas. Resulta claro que no era algo inocente. Fue concebido como instrumento del poder. Ese delito ha generado amplio debate y la intervención de juristas, políticos, legisladores, periodistas y ciudadanos. La suprema corte derogó sus alcances más negativos. Es claro para la opinión pública que su aplicación ha sido atentatoria de los derechos de la ciudadanía y ha propiciado abusos policiales. Todavía está pendiente de cumplirse la resolución de la Corte. Quienes han logrado su libertad ha sido por medio de amparos. No hay duda ha estas alturas de que estamos ante un acto planeado desde una concepcion autoritaria, como antes.
En esta línea autoritaria del tiempo la joya de la corona la constituye la acusación de traidores a la patria a las y los legisladores que votaron contra la reforma eléctrica. Es un nivel superior de intolerancia y despotismo. Incluso como recurso retórico es grave y peligroso. Es jugar con fuego y escalar en la cima del autoritarismo. No hay duda de que se trata de una campaña que intentará conectarse con la estrategia electoral del 2024; pero es un exceso. Es pasar los límites que Mexico se puede permitir. Partimos de la obviedad de que todos somos parte del mismo país, que tenemos los mismos derechos, que somos plurales, que políticamente hay mayorías y minorías, que existe nuestra democracia, que vivimos en una República, que no hay un pensamiento único, que los parlamentos opinan y votan en diversidad, que debe impedirse cualquier discurso de odio y violencia política. Por donde se le busque esta campaña equivale a degradación política y social, lastima gravemente la convivencia en la sociedad y abre una ruta destructiva para nuestra todavía débil democracia. La campaña de los traidores tiene rasgos fascistas, es la negación del otro. Ante este tipo de barbaridades no debe haber silencio, cobardía y concesiones. No hay eufemismo posible. Hay que hablar claro. Ser exigentes con el rol democrático de líderes, autoridades y partidos. Nos cuestan muy caros como para que se ocupen de socavar a la democracia. Estamos ante un peligroso retroceso de final con pronóstico reservado. No hay que permitir que avance la tontería y farsa autoritaria en Mexico.
Recadito: ante el clamor popular por los abusos de las grúas, no queda margen de omisión al Ayuntamiento …
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