Si hay un hecho cierto y prácticamente incuestionable en México desde hace ya muchos años es la desconfianza ciudadana en las instituciones. Agravios y pobreza acumulados por décadas en los de abajo y un pantanal de corrupción, impunidad y abuso de poder en el que retozan la mayoría de los políticos, la explican.
Como lo entendemos mejor si observamos la forma en que vive el ciudadano de a pie, con sus agobios y penurias cotidianos, que contrasta notablemente con los estilos de vida de la rapaz clase política que padecemos; políticos ricos y pueblo pobre, como ha dicho el clásico.
Es esa misma clase política emocionada hoy ante el inminente relevo el próximo año en infinidad de cargos públicos en el país y afanosamente ocupada en los días que corren en acomodarse en ese festín y no faltar al reparto del pastel.
Pasadas las elecciones, esa enorme desconfianza en la política se acrecienta o se confirma, luego del bombardeo de promesas y ofertas de cambio, cuando la gente no aprecia una mejoría palpable en su vida cotidiana. Lo hemos visto en los años recientes: con todo y discursos, becas y programas clientelares, ahí siguen la pobreza, la inseguridad, la violencia desbocada, la corrupción e impunidad, la desigualdad y la falta de oportunidades.
Y esa frustración y el desencanto se potencian día a día en este México en el que, ante la criminalidad y el desafío de los cárteles, es evidente la abulia de la mayoría de los políticos para hacerle frente, y que solo patean el bote, voltean para otro lado y no atinan, porque no pueden, pero tampoco quieren, combatir este gravísimo problema que los distrae de lo suyo: las batallas electorales y la lucha descarnada por el poder.
Por eso cada seis años la ciudadanía siente que fue engañada y esto, obviamente, erosiona más y más la confianza de la población en la política y en los políticos, y desde luego en las instituciones. Es el cuento sin fin.
Pero lo notable, y que parece estar en el ADN del mexicano, es que la inconformidad ciudadana no pasa mayoritariamente de expresarse amargamente en el seno de la familia, en los círculos de amigos, en el café, en publicar en redes sociales sus burlas a los políticos o satirizar todo, y eventualmente en la participación en efímeros movimientos sociales o protestas ante decisiones administrativas que les afectan, en reclamos para que se haga justicia ante algún abuso de autoridad o ante los crímenes impunes o las desapariciones de personas. Pero son unos cuantos quienes se movilizan, son pocos proporcionalmente hablando al tamaño de nuestra población, los que protestan.
La experiencia ha mostrado que muchas veces, para nuestro infortunio, las movilizaciones de protesta son comandadas por activistas que terminan arreglándose en lo oscurito con los negociadores gubernamentales, o descubren gustosos el filón que significa liderar protestas y terminan, cómo no, de dirigentes partidistas, candidatos, o de gobernantes, engrosando las filas y reproduciendo los esquemas y resortes de la clase política que padecemos y que alguna vez combatieron.
Pero volviendo al tema del recelo ciudadano, la pregunta central es si esa desconfianza ciudadana es hacia nuestra incipiente democracia o la distancia crítica tiene que ver más bien con la pésima imagen que tienen en el imaginario colectivo los partidos políticos, sus candidatos y la clase política en general. O, dicho de otro modo, ¿el ciudadano cree en las reglas del juego de la democracia, pero no en los jugadores? Si no se ha perdido la confianza en lo primero estamos del otro lado, porque lo segundo tiene remedio y éste estaría en las utilizar nuestro voto en cada cita con las urnas para premiar o castigar a quienes no cumplen lo que ofrecen o en dar la oportunidad a nuevos actores y fuerzas emergentes.
Con todo, es previsible que ese estado de ánimo de apatía por la cosa pública comience a entrar en un estado de efervescencia conforme transcurra el proceso electoral y se echen a andar las campañas políticas. Ojalá así suceda.
Porque es en las épocas electorales, al calor de la pasión de la competencia, cuando resurge la esperanza de que es posible lograr que las cosas cambien. De hacer que nuestro voto, lo más codiciado por partidos y candidatos, premie o castigue a los políticos.
Querer es poder, y los mexicanos algún día debemos despertar. ¿Será de verdad tan difícil?
¿O será cierto que nos condena nuestra proclividad a conformarnos y aguantar, a que nos esquilmen y defrauden sin protestar, a privilegiar el desmadre, a trivializar y reírnos de nosotros mismos?
La política o el estado de la cosa pública, que nos atañe a todos y debe ocupar nuestra atención todos los días y no solo en épocas electorales, es algo tan serio que no se puede dejar, por conformismo o agotamiento, solo en las manos de quienes, de todos los colores y formaciones, no han estado a la altura de sus promesas y de las expectativas de la población.
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