En menos de 6 meses los veracruzanos iremos a las urnas para elegir de entre una variada gama de opciones a las mujeres y hombres que habrán de ser nuestros representantes en el Congreso del Estado y las autoridades municipales para los próximos cuatro años.
Desde ya esos aguerridos combatientes de la política buscarán convencernos de las bondades de sus propósitos y de su capacidad para servir eficazmente a los intereses y preocupaciones colectivas. En cada uno de nosotros está el creer o no en sus ofertas, movidos por el conocimiento que podamos tener sobre ellos, las plataformas electorales que dirán defender, o el historial y la práctica de gobierno de los partidos que los postulan.
Decisión nada fácil si nos atenemos al tipo de mensaje y vínculo con el elector que se deriva no solo de sus mensajes a bote pronto y su presencia en redes sociales posando felices para la foto, sino a lo que se define como la "americanización" de la comunicación política de las campañas, en donde lo que prima es el sometimiento de las burocracias tradicionales de los partidos al aura de sus candidatos: el vaciado de referencias ideológicas en las propuestas electorales, la sustitución de los cauces permanentes de militancia y socialización política ante la profusión de rostros, unos más conocidos que otros, con colas más cortas o más largas según el color del cristal con que se les mire.
En un contexto democrático, el discurso político que da forma a los mensajes de las campañas electorales debe tener la capacidad de guiar, seducir y persuadir al electorado, convenciéndolo de que la propia posición frente a los temas de debate público y político es mejor que la de los contendientes. En este sentido, ello tendría como premisa básica, el diálogo.
Sin embargo, es una realidad que en los discursos políticos de las campañas electorales de hoy en día predomina el monólogo y todo el peso de esa tarea persuasiva se queda en la utilización de la imagen del candidato. Lo que queda es una sucesión de caritas sonrientes que vemos en anuncios espectaculares, que penden de los postes de cada población, saturan el paisaje rural y urbano, e inundan las redes sociales y los espacios en televisión. Caritas sonrientes que con frases vacuas no nos dicen nada y que en muy poco nos ayudan a decidir.
De esta forma el objetivo del pomposamente llamado marketing político que es, por supuesto, la captación de votos para ganar elecciones, se reduce a un simple truco psicológico o publicitario ante el cual el público se ve como una víctima pasiva y convierte a la racionalización del mensaje u oferta del candidato en una tarea para iniciados que logren desentrañar –si lo hay- el mensaje que pretenden dar los candidatos.
Esta ausencia de diálogo en las campañas políticas no constituye una cuestión menor y debería considerarse como un serio llamado de atención. Debate, propuesta y defensa de argumentos caracterizan y son requisito de las instituciones y procesos que denominamos democráticos. La dialéctica –o arte de disputar- y la retórica –o arte de componer discursos- son elementos consustanciales al ejercicio de la política y representan herramientas imprescindibles a los fines de la persuasión y la formación de consenso o la generación de simpatías entre el electorado.
No obstante, en un escenario en el que la imagen se antepone al mensaje, en el momento de formar un juicio u opinión el ciudadano tenderá de manera natural a utilizar aquella información que resulte más accesible o disponible para su memoria; aquella que implica menores esfuerzos de pensamiento y recuperación. He ahí el éxito de las modernas formas de hacer política y de organizar y conducir las campañas políticas, o de postular artistas, luchadores, cantantes, reinas de belleza o quien usted quiera, como hemos visto hasta ahora, para asegurar votos, aunque evidentemente todo ello vaya en detrimento de la calidad de nuestra vapuleada democracia.
El ideal de la deliberación pública es causa perdida en las campañas. Si ya no se dialoga, no se abordan temas controversiales y el silencio se impone ante la presunta eficacia de una imagen, se echa por la borda el objetivo que debe mover a los partidos y candidatos de establecer un debate público vigoroso. La difusión de las ideas deja de tener interés y la propaganda cede su espacio a la publicidad. Sin debate de ideas y propuestas elegimos a ciegas.
Y ahora, en medio de la pandemia, en plena crisis económica, con campañas virtuales, (que esperemos así suceda) de todos modos veremos miles de spots y espectaculares, se repartirán cubrebocas, gel antibacterial, despensas, regalos y demás artículos, apoyos, programas sociales, becas, consultas médicas gratuitas o lo que se les ocurra a los partidos y sus abanderados para captar el interés del votante. Son las prácticas que no cambian y que evidencia la brecha entre los intereses de los ciudadanos y los políticos.
Unos, los de a pie, luchan día a día por sobrevivir, trabajar y progresar, mientras que los otros, los que nos miran desde los espectaculares con sus caritas sonrientes, van a lo suyo: buscar con ahínco el cargo que viene, congraciarse con el presidente o el gobernador o con las élites de los partidos que los postulan, a hacer buenos negocios, a recibir la comisión del contratista, la prebenda que da el presupuesto público, el tráfico de influencias y todo el catálogo que ya conocemos y que los hace tristemente célebres.
Si no los conociéramos, de verdad los comprábamos.
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