Si algo nos deja el fin de las precampañas es que el proceso electoral de este año habrá de llevarnos a una polarización política comparable a la que vivimos en los comicios del 2006, cuando la polémica y las posturas encontradas llegaron como nunca antes a los hogares mexicanos, al seno de las familias y confrontaron a padres con hijos, pusieron a prueba a muchas amistades, quebraron la confianza en las instituciones de una generación de jóvenes y dejaron lecciones que doce años después parece que no fueron aprendidas.
En este 2018, cuando era de esperarse mesura en los actores políticos y en los cabecillas de las fuerzas políticas, las irreductibles y ya conocidas posturas de los bandos en pugna, así como los exabruptos, reflejos autoritarios o visiones caudillistas que hemos visto, auguran la reedición de ese año en que vivimos en peligro.
Cerramos esta etapa de presunto proselitismo al interior de los partidos políticos, un ejemplo más de la simulación que vivimos en México, con números y posibles tendencias que han arrojado un gran número de encuestas que han atizado un estridente coro de reacciones, condenas, justificaciones, linchamientos, burlas e histeria mediática y en redes sociales que muestran la medición de fuerzas de los radicalismos de izquierda y derecha que afortunadamente hasta ahora solo se enseñan los dientes.
¿Ayudan en algo esas expresiones? ¿Contribuyen a la reflexión ecuánime sobre lo que nuestro país requiere para hacer frente a los graves problemas que enfrenta? ¿Sirven para definir el sentido de nuestro voto? Desde luego que no. Si de poner en riesgo a la democracia se trata, tanto daño le hacen los chantajes y excesos de la izquierda como las amenazas, la prepotencia y la intolerancia de la derecha, con todo y su guerra sucia, sus alegatos tremendistas y su histerismo sobre la “amenaza rusa” que nos recetan por teléfono a cada rato.
Más allá de la demagogia, de los linchamientos verbales, del ánimo beligerante, de las entendibles pugnas entre los partidos y sus candidatos, está el interés superior de la sociedad que sigue esperando respuestas a la gran mayoría de sus reclamos y que observa la paulatina descomposición del ambiente político nacional, marcada por la lucha sorda de los políticos en defensa de sus proyectos personales o de sus negocios y la perpetuación de la impunidad y la corrupción.
Es mucho lo que está en juego en el futuro inmediato de México. Es responsabilidad de todos evitar que se aliente más el clima de confrontación. Queremos que el debate de las ideas triunfe. Las fobias que nublan el entendimiento y degradan la inteligencia no son las mejores consejeras para decidir por quien votar y menos para gobernar y hacer política. Por supuesto que los antecedentes del trato entre los adversarios políticos no dejan mucho terreno para practicar un futurismo optimista, pero es menester hacer de la política el mecanismo por antonomasia para lograrlo.
Será, quizá, la única manera de defender la precaria estabilidad y gobernabilidad que nos dejará esta descarnada lucha por el poder.
Los mayores desafíos a la gobernabilidad provienen hoy de la necesidad de corregir y perfeccionar las instituciones de la democracia. Para hablar de una adecuada gobernabilidad democrática es preciso entender que los partidos políticos, la división de poderes y las elecciones transparentes constituyen una porción del problema, sin embargo no bastan para garantizar su solución.
Lo que urgentemente requerimos es de nuevos acuerdos básicos entre las elites dirigentes, grupos sociales estratégicos y la mayoría ciudadana para avanzar y garantizar que las elecciones dejen de ser, como hasta ahora y cada vez más persistentemente, fuente de conflicto y de enconos.
Para nadie es secreto que la democracia mexicana está en zona de crisis, sujeta a toda clase de presiones, obstáculos e intereses que sin ambages y con estridencias se despedazan por el poder. Unos hablan a nombre de las mayorías empobrecidas que quieren más democracia, aunque pocos la entiendan cabalmente o la entiendan a su conveniencia, en tanto que otros, la invocan a cada momento pero al menos por lo visto hasta ahora la evitan bajo cualquier pretexto.
Desde luego que la dinámica política de una sociedad es mucho más compleja y excede los límites de sus instituciones políticas, más allá de desacuerdos y desconfianzas, pero no se puede subestimar la importancia de estas últimas para la consolidación de la democracia. Sin las instituciones, que desde luego son perfectibles, no existe ni el espacio ni las garantías para un ejercicio democrático de la política.
No obstante, las instituciones en abstracto no sirven si quienes las conducen hacen a un lado los valores de la tolerancia y el diálogo y olvidan que deben gobernar para todos.
El sujetarse a intereses facciosos que en absoluto representan a las mayorías y cerrarse a invertir las prioridades del desarrollo y poner por delante las justas demandas de los más pobres del país, siempre serán las peores elecciones del gobernante. Más cuando el vaso está a punto de derramarse.
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