La vida democrática exige reflexión, espíritu crítico, juicio. Somos consumidores de información y en un mundo interdependiente y con un nivel tecnológico impresionante como el que habitamos, nunca podremos consumir tantas noticias como se producen. Si dedicáramos la vida entera a informarnos, ésta no nos alcanzaría para estar realmente informados.
Sin embargo, lo que conocemos por los medios o a través de las redes sociales, ese nuevo y portentoso vehículo de información o de socialización de temas aparentemente de interés general ¿Es lo trascendente, lo que nos brinda verdaderos elementos de juicio? ¿Existe objetividad en lo que se difunde? ¿La información está desprovista de intereses de poder y por ende de manipulación? ¿Es real o cuenta con un mínimo de veracidad lo que se lee y comparte en redes y lo que masivamente vía los teléfonos inteligentes se divulga?
La revolución en las comunicaciones que se ha experimentado en los últimos años es el punto de partida de la era de la globalización. Las nuevas tecnologías han permitido desarrollar posibilidades de acceso casi ilimitado a la propia información que hasta hace poco tiempo solo eran factibles para los especialistas.
Hoy cuando vivimos en la era de las llamadas sociedades pos-industriales en las que la información tiene un valor estratégico, es importante tener en cuenta la forma en que se maneja ese cúmulo de datos y opiniones que en manos de los medios dan forma a las visiones e idealizaciones colectivas acerca de nuestra realidad.
Información es poder hemos escuchado muchas veces y esta frase encierra un hecho contundente: la especulación con la información y su utilización para influir en las decisiones ha hecho de ello un componente indisociable del poder y de la capacidad de control. De ahí que los medios de comunicación tengan un peso tan importante en la formación de la opinión pública. Sin embargo, de ser originalmente un contrapoder hoy los medios se han transformado en un verdadero poder y nuestra democracia cada día se transforma más rápidamente en una mediocracia.
La democratización de la información característica de la multiplicación de canales de información con que cuenta el ciudadano en la actualidad en lugar de procurar una mayor racionalización y un saber más confiable y amplio ha sido la puerta de entrada de la demagogia y la banalización de la opinión pública en cuanto a percepciones y argumentos sobre los asuntos de interés colectivo.
Los medios son los que deciden lo que existe o no en el mundo contemporáneo.
Nuestro conocimiento de lo que acontece diariamente se limita al sentido de la experiencia personal, a saber o atestiguar aquello que pasa ante nuestros ojos como testigos o protagonistas, es decir, lo que vivimos. Lo demás, lo que ocurre más allá de nuestra calle, de nuestro trabajo o de los lugares que visitamos, lo sabemos o creemos saber a través de los medios o por las redes sociales. Son ellos quienes nos muestran al mundo. ¿Pero lo que nos informan es real, es lo realmente relevante o pasan otras cosas que nos ocultan?
Ese es el quid de la cuestión. Los medios y las redes nos informan o nos desinforman y lo hacen atendiendo a intereses específicos. No se limitan a mostrarnos la “realidad” tal cual es para que el ciudadano la comprenda y cuente con un saber mínimo de su mundo y su tiempo, sino que nos dan ya esas interpretaciones en el contexto de la propia información, sea con intención o por omisión.
Esto es particularmente notorio en el caso de las agencias informativas y en los espacios noticiosos por televisión e Internet. Como las imágenes son el centro de atención y los tiempos de transmisión son reducidos, nos bombardean con información uniformada por las cadenas y agencias de noticias, en una dimensión tal que es muy poco lo que realmente se puede asimilar. Además, ¿cuál es el criterio de selección de lo que vale la pena ser informado? ¿Realmente se destaca lo noticioso o se da más peso a lo espectacular? En este punto valen las distinciones sobre la subinformación y desinformación, que van de la reducción en exceso hasta el falseamiento de hechos y la franca manipulación del auditorio.
Es este punto el que entraña los más graves peligros para las democracias, puesto que al contar los medios por regla general exclusivamente con criterios de compra y venta de espacios y tiempos, y sobre todo con sujeción a intereses económicos, sean públicos o privados, la “fabricación” de una opinión pública al gusto del cliente es una realidad.
Se imponen temas, se arman escándalos, se crucifica al político caído en desgracia o al enemigo potencial, igual que se ensalza hasta la saciedad al que paga y manda. Todo lo cual nos lleva a concluir que la formación de opinión pública contiene múltiples taras y convenientes sesgos que en muy poco ayudan a ese espíritu crítico y reflexivo que define al ejercicio de la ciudadanía.
Esa auténtica Torre de Babel aunada a la simbiosis entre medios y políticos en los medios convencionales ha dado al traste con los procesos de comunicación política y ampliado de manera cada vez más evidente la separación entre gobernantes y gobernados. Mientras que los políticos y los periodistas se utilizan mutuamente y usan las nuevas tecnologías a su conveniencia, la ciudadanía, al margen de esos arreglos, se encuentra sujeta a los vaivenes de esa relación y a recibir información parcial, deformada y trivial.
Lo más grave es que con ese marco de referencia –y con el bajísimo nivel cultural y educativo que desgraciadamente nos caracteriza- la ciudadanía concurre a las elecciones, a un referéndum o plebiscito sobre asuntos de interés general, es consultada en los sondeos de opinión, o se le invita a utilizar los mecanismos legales de acceso a la información pública. Los resultados de todas estas formas de participación ciudadana son fácilmente predecibles y legitiman decisiones estatales que con base en la manipulación perpetúan el estado de cosas. Nada más desalentador y alejado del ideal democrático
Donde no hay libertad de expresión ni derecho a la información no hay democracia. Donde el debate público es muy pobre o inexistente la democracia no puede consolidarse.
Una sociedad democrática es necesariamente, una comunidad informada. Ese es un asunto nodal en la agenda pública, el que precisa de la responsabilidad y compromiso de los propios medios, del poder público y del ciudadano que utiliza las plataformas digitales para informar e informarse.
Un poder más y mejor vigilado, un ciudadano atento y al día, que racionalice el cúmulo de información que recibe, deben ser y son ayudas potentísimas para la democratización de la sociedad y de su instrumento, el Estado.
No puede haber una genuina deliberación de los temas que nos atañen como sociedad sin una ciudadanía demandante, crítica e informada.
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