Todos sabemos que desde diciembre del 2018 llegó al poder un movimiento encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador empeñado en impulsar un cambio profundo en México, una transformación de fondo del estado de cosas.
No dudo y no lo hago ahora del propósito último del proyecto del mandatario de rescatar a los más pobres de este país, de revertir desigualdades, impulsar una distribución del ingreso más justa, apoyar a los que menos tienen y moralizar la actividad gubernamental. Un objetivo de desarrollo para un país como México que debe ser un imperativo ético luego de décadas y décadas de saqueos, negocios al amparo del poder y de corrupción desbordada.
Estoy convencido de la honestidad personal del presidente, pero estoy igualmente cierto de que en su largo camino hacia la conquista de la presidencia de México debió aliarse con tirios y troyanos, izquierdistas de manual, activistas sociales respetables, ex priistas y tránsfugas de otros partidos, de personajes convencidos de su liderazgo y de una argamasa de oportunistas que de la noche a la mañana profesaron la fe de Morena y se transmutaron en fervientes predicadores de ese movimiento.
Un conjunto de visiones, intereses y ambiciones que se expresan en nombres y rostros que conocemos y que gracias al efecto y atractivo electoral de Andrés Manuel en 2018 y en las intermedias del 2021 entre los sectores mayoritarios del país, se sacaron la lotería electoral y aterrizaron en gubernaturas, senadurías, diputaciones federales, congresos locales y en los gobiernos municipales, sin que reunieran en los más de los casos los requisitos mínimos de honestidad, conocimiento y/o experiencia para impulsar junto a su guía y líder la Cuarta Transformación del país.
En la lógica de que el fin justifica los medios y para cumplirle a Andrés Manuel en todos sus proyectos o para mostrar su lealtad o incondicionalidad al líder moral, se les ha hecho fácil actuar a su arbitrio sin reparar en la norma, anteponiendo los fines del proyecto presidencial al interés general o al juramento que hicieron para cumplir y hacer cumplir la ley, y se muestran, para infortunio del país de instituciones y leyes que hemos construido entre todos en un siglo, convencidos de que la división de poderes, los equilibrios y contrapesos, el andamiaje legal e institucional son un estorbo para los altos fines de la Transformación.
Convicción que desde luego se fortalece por el discurso, las descalificaciones y respuestas del presidente López Obrador a sus adversarios políticos que lo demonizan diariamente en medios y redes sociales. Defender al primer mandatario los lleva a exhibir su desprecio por la legalidad.
Ello explicaría el desdén por el estado de derecho de quienes gobiernan en muchas entidades en las que Morena es el partido mayoritario y donde Veracruz ocupa un destacadísimo lugar.
Cómo entender, por ejemplo, la negativa o renuencia del mandatario veracruzano a que se publique en la Gaceta Oficial del Estado la sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que declara inconstitucional el delito de ultrajes a la autoridad; el cuestionar y rechazar recomendaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos; el dar línea a la supuestamente autónoma Fiscalía General del Estado de no aceptar esas recomendaciones para que se repare el daño a víctimas de abusos de policías o personal de esa institución; el descalificar a jueces federales cuyas resoluciones en torno a cuestionables caso penales desagradan al gobernante en sus pugnas políticas con personajes de Morena que le descomponen el libreto que tienen listo para la sucesión en el 2024 en la entidad. Y para no dejar temas fuera de esta lista: la abierta subordinación de los poderes Legislativo y Judicial, de los órganos autónomos, o la intervención en las decisiones de los órganos electorales y jurisdiccionales para favorecer a su partido, o, lo más reciente y que no puede ocultarse, la abierta utilización de recursos públicos, humanos y materiales, en la promoción de la consulta para la revocación de mandato del próximo 10 de abril, proyecto fundamental en el proyecto político-electoral del presidente López Obrador.
Pero, a costa de pecar de ingenuo, creo que debe recordárseles que por más nobles, urgentes y necesarios que puedan ser los fines de la transformación que el presidente quiere para el país, por mucho que se quiera avanzar rápido en impulsar los cambios que se requieren para hacer justicia a los más pobres es obligado hacerlo en el marco de la legalidad. En un estado de derecho nada ni nadie, gobernantes y gobernados, puede actuar al margen del imperio de la ley.
La teoría constitucional y política nos ha enseñado, a través de grandes pensadores, juristas, politólogos y filósofos, que el consentimiento de los ciudadanos para sujetarse a reglas y a deberes es fundamental para que funcione el sistema jurídico y las formas de organización política. Pero el consentimiento ciudadano, la decisión de obedecer normas de convivencia, no implica en modo alguno que quienes gobiernan puedan hacerlo a su libre albedrío, sin sujetarse ellos también, y en primerísimo lugar, si de predicar con el ejemplo se trata, al imperio de la ley, a la preeminencia del interés público por sobre intereses privados, de grupo, de ideología, partido o cofradía. La ley nos iguala a todos, gobernantes y gobernados. Si todos la respetamos, entonces sí podemos decir sin ambages que vivimos en un estado de derecho. Y con ese marco legal y con las instituciones que tenemos se puede, sin duda, impulsar el cumplimiento de los objetivos y metas de la Cuarta Transformación.
Si no se hace así, ello revela en todo caso que la pretendida Cuarta Transformación sería un mero pretexto para muchos que hoy son morenistas a ultranza o que fueron aguerridos activistas sociales y que el ejercicio del poder transformó, a ellos sí, para actuar usar y abusar del poder como lo hicieron los priistas y panistas en su tiempo y momento.
La militancia en la ola transformadora de moda termina siendo así la perfecta coartada o justificación para el mantenimiento del estado de cosas, hacer negocios y continuar la corrupción del pasado que tanto cuestionan, evitar la interpelación del ciudadano, obviar la búsqueda del consenso y con ella de la legitimidad del accionar público.
Tienen ahora, en ese mundo polarizado en el que nos han metido, en la pugna entre liberales y conservadores, o entre creyentes del cambio prometido y corruptos conservadores, el mejor alegato para inmovilizar y perseguir a los opositores y críticos, y, lo peor, en el extremo, les da la excusa perfecta para el uso de la fuerza, manifestación inequívoca del fracaso del diálogo y de la capacidad para construir acuerdos. Es la derrota de la política y la confirmación de que la presunta vocación progresista de algunos es mera pantalla.
Estoy convencido de que es necesario e imprescindible dar un nuevo rumbo al país que ponga el acento en hacer un país menos desigual, que haga justicia a los pobres y que frene la lógica de saqueos, negocios al amparo del poder, corrupción, impunidad y violencia en la hemos vivido y que al menos en el discurso está empeñado en combatir el gobierno de López Obrador. Y creo en la buena fe de millones de mexicanos que comparten ese propósito, así como de buenos militantes y servidores públicos que emanados de Morena contribuyen con honestidad y ética a que desde las administraciones públicas este proyecto se cumpla. Pero dudo, y los hechos así lo demuestran, de quienes se han dejado seducir por las mieles del poder y se han convertido en lo mismo que tanto criticaron.
¿Se puede alcanzar la transformación del país al margen de la ley?
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