Cuando se habla de transición política en México la teoría política refiere dos vertientes: si la sucesión se produce entre actores del mismo partido tiende a ser de tenues diferendos, pero si el relevo es entre fuerzas encontradas entonces pudiera ser disruptivo. En el primer caso el reemplazo no “barre para atrás”, en cambio, en la transición entre contrarios la premisa fundamental radica en provocar el “vomito negro”, es decir, se aplica la ley según el criterio de quien manda porque es prioritario hacer sentir “la diferencia” y demostrarle “al pueblo” que su voto estuvo en la dirección correcta. No se requiere de mucho análisis para comprobar lo anterior pues basta recordar los años de la hegemonía priista cuando los relevos sucedían entre grupos políticos del mismo partido, la transición, si bien era alternancia de elite política, solo en casos de revancha se buscaba para encontrar trapos sucios en la gestión inmediata anterior. Fue muy largo el proceso evolutivo del sistema político mexicano en su tránsito hacia mejores rangos político-administrativos, comenzó en el nivel municipal, siguió con los estatales y finalmente en la presidencia de la república. Los relevos eran tersos, salvo casos muy esporádicos, como el de Díaz Serrano cuando siendo senador fue desaforado y encarcelado durante el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988), o el de Zedillo (1994-2000) cuando sometió a proceso legal y encarceló a Raúl Salinas, hermano de su antecesor y tutor, Carlos Salinas de Gortari, las transiciones fueron de tranquilo relevo. La causa: la pertenencia a la misma fuerza política, lo cual prohijaba todo género de corrupciones. La alternancia (en alcaldías, gubernaturas y presidencia) permitió mejores estándares en la administración pública; he allí una realidad históricamente comprobable, incluso con el reciente relevo cuyo acentuado continuismo comprueba la hipótesis.
En el caso de Veracruz podemos esquematizarlo de la siguiente manera: que se recuerde, desde el gobierno encabezado por Fernando López Arias (1962-1968) hasta el de Fernando López Gutiérrez Barrios (1986-1992 concluido por Dante Delgado) no se produjeron disturbios políticos en las sucesiones de gobierno, aunque debe reconocerse que sí hubo casos de sorda discordia entre algunos de los gobernadores entrante y saliente. Lo experimentamos cuando apenas tomó posesión Patricio Chirinos (1992-1998) empezaron a evidenciarse rasgos de persecución política contra colaboradores de Dante Delgado instrumentada por la operación política del nuevo gobierno, casus raro en las sucesiones porque el relevo, Miguel Alemán (1998-2004), cuidó de no “barrer para atrás” y su sucesor, Fidel Herrera (2004-2010), solo barrió usando su hiperbólico discurso. Nada sucedió en cambio con Duarte de Ochoa en el relevo de Fidel, sino todo lo contrario, o mejor, sí barrió, pero dejó la basura bajo la alfombra. En cambio, la sucesión de Duarte (2010-2016) fue complicada porque hubo alternancia de partido en el gobierno, la primera que desbancó al PRI precisamente con un expriista convertido al panismo, Miguel Ángel Yunes Linares, (2016-2018), con severas consecuencias para Duarte de Ochoa, aunque elementos para encarcelarlo hubo de sobra. Así llegamos al estruendo de 2018, cuando en otro relevo de alternancia partidista llega al gobierno veracruzano Cuitláhuac García (2018-2024), empujado por el arrastre electoral de López Obrador. Ahora, Cuitláhuac García está a punto de concluir el periodo de gobierno que la mayoría de votantes le confirió en aquel tsunami electoral, a todas luces es posible advertir que no supo ni pudo cumplirle a la población veracruzana las expectativas de un relevo cimentado en el “no somos iguales”, y convertido en rústica parodia de su mesías protector ahora debe entregar la estafeta a Rocío Nahle, su compañera de partido, ¿la sucesora de Cuitláhuac García “barrerá para atrás” o acudirá al borrón y cuenta nueva” como en la hegemonía priista? La respuesta para despejar esa incógnita se encuentra a la vuelta del calendario.
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