Con solidaridad y respeto a Cuitláhuac García Jiménez, Eric Patrocinio Cisneros Burgos, Ricardo Ahued Bardahuil y Rafael Hernández Villalpando Considero que uno de los extravíos más frecuentes de los regímenes democráticos con baja institucionalidad, parece ser la tentación de buscar recomendar las reglas para permanecer el máximo tiempo posible en el poder. Esta idea profundamente arraigada de que al poder se llega no para servir y demostrar que se puede hacer con mayor solvencia, sino para intentar permanecer en el por vías heterodoxas, es una forma de desnaturalizar el ejercicio de gobierno. El actual gobierno no escapa de esta monomanía de identificar el ejercicio de poder. Parece un matiz, pero es una funesta inversión de prioridades. Idealmente los gobiernos deberían preocuparse más por gobernar, por administrar y transformar el país con las normas e instituciones que tienen y no dedicarse tiempo a ver cómo amplían artificialmente su mandato. En estos tiempos, México tiene tres desafíos enormes que requerirán toda la concentración gubernamental. El primero, rendir resultados concretos en materia de seguridad. El combate a la criminalidad es un problema de eficiencia del Estado y no de derechas ni de izquierdas, ni neoliberal, ni conservador. El segundo es garantizar que la economía crezca más y se distribuyan mejor los beneficios. El tercero es edificar una infraestructura moderna y funcional que permita a los ciudadanos hacer su vida y promover su creatividad. El cuento es muy sencillo, si los gobiernos pensaran en gobernar, en vez de cavilar como ampliar su plazo, otro gallo cantaría. Pero su lógica sigue siendo: hemos llegado al poder y, en consecuencia, nuestro principal objetivo es conservarlo y no servir a los ciudadanos. Y cuando uno pierde el propósito central de un gobierno democrático, que es rendir resultados a los ciudadanos, asume el propio como el objetivo primordial y, por tanto, la clase política está más preocupada por reproducirse y conservar lo que hoy tiene, que en transformar el país para dar más oportunidades a los gobernados. El Presidente, todos los días, pone el ejemplo de tenacidad y disciplina de trabajo, pero "el elefante", como le ha llamado la administración pública, sigue sin dar los pasos decisivos para la transformación pública, sigue sin dar los pasos decisivos para la transformación necesaria de la República. Todos los días hay un llamado a la pacificación y la reconciliación nacional, y todos los días las balas retumban por todos lados, manteniendo la matanza y sangría que ha profundizado el histórico dolor y angustia de la pobreza, la marginación y la desigualdad. De manera cotidiana, el Presidente hace un esfuerzo encomiable llamando a transformar el modelo de desarrollo, y todos los días se presentan nuevos indicadores relativos a que el bajo crecimiento continuará, y que no se van a generar los empleos necesarios para revertir la fractura del mundo de trabajo. En medio de la vorágine nacional, las cosas siguen funcionando en lo elemental: parece, de otra parte, que " los pasos del elefante han mantenido mínimos de funcionamiento institucional". No hay que perder de vista, por otro lado, la dinámica de la vida cotidiana, la cual se mueve en tiempos propios: la de los más pobres, para quien es el tiempo público debe ser totalmente
ajeno, porque para ellos la hora de hoy es la hora de hambre y de la supervivencia; para ellos, hace tiempo que se agotó la espera. Esos son los dilemas que el Presidente debe estar pensando, más allá de la coyuntura. Cuando se tiene la responsabilidad de tomar decisiones determinantes para la nación, el tiempo es escaso, pero a la par, es el más importante recurso que se dispone para pensar, para abstraer la complejidad; para sintetizar soluciones y para instruir y dirigir su adecuada implementación. Eso urge porque la ciudadanía tiene derecho a la claridad, para continuar con las figuras, en torno a las cuales son los puertos que habremos de ir tocando, para llegar a buen fin a esa travesía llamada Cuarta Transformación.
Muy difícil resulta comentar que el poder concentrado y la libertad de expresión no suelen llevarse bien. Menos aún cuando desde la cima, se decreta la concreción del cambio prometido, el cumplimiento palpable del anhelo colectivo de prosperidad, paz, justicia, honestidad y hasta felicidad. Entonces las voces disonantes amenazan la efectividad de la propaganda sin dobleces que adoctrina y tiene como perspectiva adueñarse de la historia para contarla en sus términos, en el entendido de que la verdad no es lo que la evidencia muestra, sino lo que la gente cree. Andrés Manuel López Obrador es el mejor comunicador del país, pero eso no quiere decir que se presente ante la prensa a informar. Es de celebrarse que dé la cara por su gobierno todos los días, el problema es que su objetivo primordial es machacar, una y otra vez, la narrativa del parte aguas histórico al margen de hechos constatables. Así, la 4T podría convertirse en mito popular. Nadie puede refutar el derecho que tiene AMLO de responder cuestionamientos publicados en medios de comunicación. Pero lo que hace no es precisamente ejercer la réplica, como asegura. El disenso no tiene legitimidad en la 4T. Como su grandilocuente oferta que reivindican como Credo es pasar de la oscura noche al luminoso día y se trata de una lucha entre el bien que representan los intereses del pueblo y el mal que protege los de la resentida mafia exiliada del poder. Estigmatizar medios y periodistas desde el poder es una forma, poco sutil por cierto, de amedrentar. La confusión presidencial de pedirle a un medio que revele sus fuentes por "transparencia" no es menor, pero es sintomática. Debemos tener presente que si la libertad de expresión es un derecho, es para poder decir lo que no le gusta al poder. Y la mejor forma de defender esa libertad es ejerciéndola. En esta época que nos ha tocado vivir hemos aprendido, con más intensidad que en generaciones pasadas, a convivir con el miedo, aquella sensación ocasional que nos prevenía de los peligros se ha vuelto una forma permanente de afrontar la realidad. Me acuerdo de una vieja frase de Benjamín Franklin que decía que alguien que apuesta su libertad a cambio de su seguridad hace un mal negocio porque termina perdiendo ambas. Alarma, sobre todo, el miedo que hemos aprendido a tener a las palabras. El hecho está así, estamos construyendo un lenguaje destinado a ser superficial, inocuo, en el que ya nada se puede señalar y, a fuerza de hacerlo leve y ligero, lo vamos vaciando de contenidos para decir
sin decir porque tenemos miedo de consecuencias que no tendríamos por que asumir y de respuestas desproporcionadas. Esto me asusta, desde luego. Por eso, tratar de quitarle el filo a las palabras es tan peligroso, dejan de ser herramientas de mano para convertirse en bombas cuyo mecanismo de detonación es muy difícil de determinar. Si pudiéramos ir despejando nuestros miedos, comenzando por las palabras, volver el equilibrio que radica en las actitudes y en las conductas, en nuestra capacidad de diálogo para aceptar a los demás con sus defectos y sus virtudes, con sus ideas que no nos gustan, pero que pueden enriquecernos, con su presencia en el mundo que no podemos entender, pero que, sin duda, hacen más deliciosa la vida; en fin, que dejemos de temer por la forma en que decimos, con humor o sin él, pero que no perdamos nunca de vista que lo que no podemos hacer es usar palabras lindas para sostener sistemas de explotación patriarcal, exclusión radical, técnica o económica; que lo que no podemos hacer es envolver nuestro odio, nuestro veneno en bellas envolturas, ni dejar de decir lo que pensamos porque viene empacado en palabras que tienen filos, aromas y texturas que no a todos nos agradan. |
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