Por Ángel Lara Platas
Aquella mañana de poco calor me di a la tarea de encontrarme con la ansiada vacuna. Era urgente. Me intranquilizaba la idea de engrosar las cifras negras de López Gatell.
Cuando el sol se esforzaba por asomar su redondo cuerpo por el horizonte, me trasladé a Copoya, un pueblo del municipio de Tuxtla Gutiérrez. Alguien me aseguró que allá lograría el caro propósito ya que no había muchos “adultos mayores” (traducción: “viejos”)
Al pueblo entré por una angosta calle construida con piedra; era la principal. Me llevó directito al lugar donde estaban las dosis para vacunar a unas mil personas. Estacioné el auto unas cuadras adelante; regresé a pie. Había tantas personas como vacunas, estaban organizados; cada uno había llevado su silla para hacer la espera más relajada.
También estaban provistos de torta o sándwich; el café lo vendían unas señoras que cargaban con sendos termos. Otra vendía pan, lo llevaba en una canasta de mimbre; los clientes lo tomaban con una mano y con la otra pagaban. La servilleta que cubría la canasta andaba sobre el hombro de la vendedora.
—Disculpe usted, ¿dónde me formo? ¿dónde va la cola? Le pregunte a un señor que ya había tragado su bocado.
—Mire, como veo que usted no es de aquí, vaya a Tuxtla. Ayer hicimos una lista de todos los viejos que no alcanzamos vacuna la vez pasada, y aquí estamos. Ya les advertimos a los Servidores de la Nación que la lista se tiene que respetar, y nos dijeron que sí.
Una mujer de bata blanca con las siglas “SSA” que escuchó mi pregunta, me dijo que fuera al módulo de “Caña Hueca”, que ahí habría suficientes vacunas.
No quedaba de otra, tenía que regresar a la ciudad.
Media hora más tarde estaba entrando al estacionamiento del parque “Caña Hueca”. Encontré lugar para estacionarme. “Tuve suerte” pensé. Inicié el recorrido por los caminos del parque. Volteé para todos lados con la intención de ver personas formadas para hacer lo mismo. Mi vista topaba con los frondosos árboles y con plantas floreando.
En el trayecto me encontré con otras personas que buscaban lo mismo: la fila, la cola, la formación. En su cara se les veían las ansias de que su brazo fuera picado con la agüita que aseguraba más tiempo en este planeta.
De atrás de los árboles, como almas flotando, salía la gente; iban con sus parejas o con los hijos. Muchos a pie, varios andando y uno que otro caminando.
A pesar de los años encima, sus pies se movían ligeros. Sus pasos, unos largos y otros cortos, buscaban afanosos la vacuna perdida.
Todos tenían en su mente la imagen de la enfermera hundiendo la jeringa hasta el tope.
A lo lejos alguien cargaba sus muletas en el hombro. Otro se bajó de su silla de ruedas para cruzar caminando sobre el césped. El aire apenas acariciaba el verde follaje de los árboles.
De pronto, una voz en tono rejuvenecido grito: “¡Cola a la vista!... Y otra, más ronca, secundó: ¡Si, allá está la cola!”
Como las esferitas de acero ruedan presurosas al encuentro con el imán; así los otoñales corrimos prestos al encuentro con la fila.
“¿Esta es la cola?” Preguntó un hombre como de setenta años acompañado por su esposa como de sesenta. “Esta es” Respondió una joven que apartaba el lugar a su abuelita; después comentó que andaba cerca de los noventa.
Minutos más tarde pasó un hombre joven con un chaleco con el logotipo de Protección Civil, contando a los que estábamos formados… Mil… mil uno… mil dos… “Disculpe, joven… ¿Ese conteo para qué es? “Son los que están formados en la fila, desde el principio. “¿De modo que sí alcanzamos vacuna?” “Sí. Sí alcanzan vacuna ustedes… hay suficientes.
El que me seguía en la fila llevaba un asiento reclinable, de lona, pensó que serían muchas las horas de espera. Así aguantaría cómodamente el tiempo que fuera necesario. La persona que le llevó una lonchera con víveres le comentó: “Papá, apúrate a desayunar, esto va rápido; aprovecha para sentarte en el asiento, estrénalo, acuérdate ayer lo compramos para hoy”.
El sol caía sobre las cabezas de los congregados; la temperatura aumentaba, la masa humana avanzaba rápido. Sin perder nuestra formación nos íbamos acomodando bajo la fresca sombra de los árboles.
“Tamales de Chipilín… tamales de Chipilín” Repetía a gañote tendido una señora con mandil amarillo. “Café con pan de San Cristóbal”, gritaba otra que iba atrás. El que vendía caretas transparentes, la que ofrecía té para los nervios, los de las tortas de quesillo. Todos recorrían la larga fila una y otra vez. La cola avanzaba. Todos platicando con todos; preguntando, contestando, especulando, hasta inventando.
Por fin llegamos a la blanca carpa. Dentro, sentados en una larga mesa, los servidores de la nación y personal de salud. Todos preguntando y volviendo a preguntar. ¿Su dirección cuál es? Le cuestionaron a mi vecino de asiento. “Vine a Tuxtla por unos días… los nervios que traigo por la vacuna me pusieron la mente en blanco… No recuerdo el nombre del hotel… Y más porque dijeron en las noticias que una mujer murió quince minutos después de…” “Sí que está nervioso… pues deme el nombre de otro hotel, solo para no dejar el espacio en blanco”. El que le seguía le susurró al oído un nombre.
Llegó el momento de la inmunizada.
Unos se distraían viendo la mesa con plátanos y botellas de agua.
“Perdón señorita…” Dijo el mismo hombre de la mente “en blanco”; en seguida agregó: “Si me desmayo, ¿hacia qué lado debo caer…?”
Y a usted, ¿cuál le inyectaron? A mí me inyectaron tranquilidad. |
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