La recién aprobada Ley General de Aguas fue presentada como un triunfo histórico, un parteaguas legislativo que por fin garantizaría una gestión justa del recurso hídrico. Sin embargo, organizaciones especializadas como Agua para Todos y la Contraloría Autónoma del Agua denunciaron que lo que realmente se aprobó fue la continuidad de un modelo agotado, basado en la ley salinista de 1992, sin cambios estructurales y sin mecanismos para frenar el acaparamiento ni la sobreexplotación que golpean al país desde hace décadas.
El proceso fue calificado como atropellado, vertical y opaco. La Conagua impulsó una aprobación exprés —sin consulta real, sin revisión pública y desechando más de 500 propuestas surgidas de foros y audiencias—, lo que constituye una violación al mandato constitucional de participación ciudadana, equidad y sustentabilidad.
A la par de esta imposición legislativa, las organizaciones campesinas se movilizaron en al menos 25 estados: rodearon el Congreso con tractores, bloquearon puentes fronterizos y denunciaron que la ley representa “el último clavo al ataúd del campo mexicano”. El diálogo con el Gobierno colapsó. Los líderes agrícolas acusaron que se violaron acuerdos previamente alcanzados y que el dictamen final contenía disposiciones que no sólo los vulneran, sino que los criminalizan.
La contradicción entre el discurso gubernamental y la realidad técnica es brutal. El propio presidente del Consejo Consultivo del Agua reconoció que, aunque la ley concede más facultades a Conagua, no entrega los recursos necesarios para cumplir ninguna de sus nuevas funciones, y llega en un contexto de recortes presupuestales continuos que han debilitado por años la capacidad operativa del sector hídrico.
En este cruce de engaños, denuncias y simulaciones, la nueva ley no aparece como un avance en el derecho humano al agua, sino como una estructura centralista que profundiza la crisis hídrica, rompe con el campo y fortalece la discrecionalidad que históricamente ha permitido corrupción y desigualdad.
Desde el inicio, la reforma evitó enfrentar el acaparamiento del agua, uno de los problemas más graves y estructurales del país. No incluye artículos que obliguen a Conagua a poner orden en el sistema de concesiones ni a desmontar los privilegios históricos que permiten que unos cuantos controlen volúmenes inmensos mientras comunidades enteras carecen del vital líquido.
Tampoco obliga a transparentar las solicitudes de concesión, lo que mantiene viva la vieja práctica de bufetes especializados que obtienen títulos, no los notifican durante años, evitan pagar derechos y luego los venden al mejor postor. La corrupción hídrica queda intacta.
El Fondo de Reservas del Agua, que sustituye a los antiguos Bancos del Agua, permite reasignar volúmenes sin corregir el sobreconcesionamiento, perpetuando cuencas agotadas y agravando la sobreexplotación. Es un mecanismo que simula orden, pero en realidad legaliza el desorden histórico.
Uno de los retrocesos más graves es la eliminación de las transmisiones automáticas del binomio tierra–agua. Esto golpea al productor familiar, pues obliga a un proceso burocrático incierto para conservar su derecho al agua, dejando al campesino en manos de criterios discrecionales y sin garantías de continuidad productiva.
Las facultades que recibe Conagua amplían su poder de decisión, pero sin recursos adicionales, lo cual vuelve inoperante cualquier expectativa de orden y modernización. En 2026 la dependencia sufrió un recorte de más de 900 millones de pesos, y viene arrastrando disminuciones desde 2024. ¿Cómo se moderniza el sistema hídrico sin presupuesto? La respuesta es simple: no se moderniza.
La ley no contempla un plan nacional de agua potable, pese a que 40% del agua urbana se pierde por fugas en tuberías corroídas. Sin reposición de infraestructura, sin medición eficiente y sin inversión mínima del 1% del PIB recomendada por organismos internacionales, el país seguirá desperdiciando millones de litros.
Mientras tanto, el campo vive en estado de alerta. Productores denunciaron que la reforma criminaliza prácticas tradicionales como bordos, presones o captación de lluvia, que podrían ser penalizadas con hasta 12 años de prisión. Esta ley convierte la sobrevivencia rural en un acto potencialmente delictivo.
Peor aún, el Gobierno acusó “desinformación” en las protestas, cuando en realidad fueron los campesinos quienes detectaron que la minuta final contenía cambios ambiguos y peligrosos que afectaban la herencia de concesiones, reducían volúmenes y abrían la puerta a sanciones injustas. La movilización no fue producto de mentiras: fue reacción a un engaño institucional.
Las organizaciones sociales también denunciaron que la reforma no reconoce plenamente los derechos de los pueblos indígenas al agua, pese a que la consulta es una obligación constitucional. Se ignoraron propuestas que planteaban fortalecer Consejos de Cuenca y otorgarles facultades vinculantes.
Los 16 foros de Parlamento Abierto y las más de 500 propuestas ciudadanas fueron desechados por Conagua sin explicación. La postura institucional fue clara desde el principio: no se iba a modificar nada que afectara la estructura heredada de 1992. La reforma estaba escrita antes de ser discutida.
La oposición alertó que la ley fue parchada en la última hora con más de 90 modificaciones improvisadas, intentando corregir una iniciativa que no se sostenía técnicamente. Aun así, los riesgos permanecen: inseguridad jurídica, discrecionalidad y concentración de poder.
Por el lado urbano, la falta de inversión en drenaje, saneamiento y plantas de tratamiento condena a las ciudades a un deterioro creciente. Los 37 proyectos prioritarios del Plan Nacional Hídrico no tienen financiamiento real que los vuelva viables.
La omisión de tipificar la contaminación del agua como delito es otra muestra del carácter superficial de la ley. Mientras ríos y acuíferos se asfixian por descargas industriales, el Congreso decidió no tocar los intereses que han destruido cuencas enteras. La ley mira al productor, no al contaminador.
También se ignoró la propuesta de prohibir la privatización de obras hidráulicas y sistemas de agua potable, lo cual deja la puerta abierta a esquemas futuros de control privado del recurso.
La narrativa oficial insiste en que la ley ordena y transparenta, pero lo aprobado no genera controles externos ni mecanismos de rendición de cuentas. Conagua se convierte en juez y parte, sin vigilancia suficiente y sin presupuesto para cumplir siquiera sus funciones básicas.
Los campesinos, al ver que la ley reducía sus volúmenes, ponía condiciones a la herencia del agua y criminalizaba sus prácticas, rompieron el diálogo. “No hay nada que hablar”, dijeron los líderes agrícolas. Ese fue el momento en que la reforma dejó de ser técnica para convertirse en un conflicto nacional.
El campo advierte que esta ley pone en riesgo la seguridad alimentaria, porque sin certezas hídricas la producción se vuelve inviable. El Gobierno, en cambio, reduce sus reclamos a “mitos”. Entre ambos discursos está la verdad: el agua es poder, y el Estado quiere ese poder.
La reforma tampoco da herramientas para enfrentar la emergencia climática. No hay lineamientos para captación, recarga de acuíferos, ni restauración de cuencas. El país entra en un ciclo hídrico crítico con una ley incapaz de responder a la crisis.
Por todas estas razones, las organizaciones concluyeron que la ley aprobada dista mucho del mandato constitucional y de los “logros anunciados”. No garantiza equidad, no garantiza sustentabilidad, y no garantiza participación. Garantiza control.
En síntesis: lo que el Gobierno vende como modernización es, en realidad, un acto de simulación que mezcla centralismo, improvisación, engaños y retrocesos. La reforma no resuelve la crisis; la profundiza.
La Ley General de Aguas nació envuelta en discursos de justicia, pero terminó convertida en un instrumento de concentración de poder. No democratiza el acceso al agua, no combate la corrupción, no garantiza derechos: administra discrecionalmente un recurso cada vez más escaso.
El campo fue el primero en entender la magnitud del daño. No protestaron por desinformación; protestaron porque la ley les retira certidumbre, amenaza su producción y convierte sus prácticas tradicionales en posibles delitos. La traición legislativa rompió el pacto social con quienes producen los alimentos del país.
México necesitaba una reforma hídrica profunda, participativa, con visión de largo plazo y con financiamiento real. Lo que recibió fue una ley improvisada, parchada, sin recursos y aprobada a espaldas de las comunidades afectadas.
Esta ley no resolverá la crisis del agua. No la ordenará. No la hará más justa. Por el contrario, abre un ciclo de conflictividad social, debilita al campo y perpetúa el modelo desigual que ha secado al país durante 33 años.
La historia juzgará esta reforma por sus consecuencias, no por sus discursos. Y si algo queda claro tras su aprobación, es que la ley del agua no busca proteger a México… busca controlarlo.
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