Desde hace al menos tres décadas, la clase política ha aprendido a repetir —casi como mantra— términos como “participación ciudadana”, “inclusión social”, “democracia participativa” y “empoderamiento comunitario”. Sin embargo, pocas veces esas palabras se traducen en acciones reales, en estructuras de poder redistribuido, en comunidades verdaderamente escuchadas. El Eje 6 del Plan Veracruzano de Desarrollo 2025–2030 repite con entusiasmo esta narrativa. Pero cuando se revisa con lupa, queda claro que lo que ofrece es una ilusión: la participación convertida en formato, no en sustancia.
No basta con abrir buzones de quejas, invitar a foros o publicar convocatorias en redes sociales para decir que un gobierno es participativo. La participación genuina implica renunciar al monopolio del poder, redistribuir capacidades de decisión y aceptar que la ciudadanía pueda modificar, detener o incluso contradecir políticas oficiales. Y eso no se encuentra en el corazón de este eje: lo que hay es un deseo de que la gente participe... siempre y cuando no incomode demasiado.
La llamada “inclusión” es también un concepto engañoso. ¿Incluir a quién? ¿Cómo? ¿Para qué? El Eje 6 habla de personas en situación de vulnerabilidad, pero lo hace desde una lógica asistencialista, sin reconocer las causas estructurales de esa exclusión: pobreza heredada, racismo institucional, misoginia estructural, capacitismo, homofobia, centralismo, corrupción y despojo. Sin abordar esos factores, la inclusión no es justicia: es caridad con lenguaje técnico.
El documento plantea varias estrategias que, en el papel, suenan correctas: fortalecer los mecanismos de participación ciudadana, ampliar el acceso a derechos, fomentar la cultura de paz. Pero no hay claridad sobre cómo se blindarán estos espacios de la captura partidista, de la simulación burocrática o del uso electoral. No basta con abrir espacios si el gobierno sigue teniendo la última palabra, si las decisiones no son vinculantes o si las voces disidentes son excluidas del proceso.
Por eso esta columna no es un ataque a la idea de participación: es una defensa radical de su sentido profundo. Porque cuando la política se limita a incluir al pueblo solo como público, pero no como sujeto histórico, lo que se construye no es democracia: es paternalismo institucional disfrazado de apertura.
Participación ciudadana: sin poder, no hay participación
La primera estrategia del Eje 6 se centra en “fortalecer los mecanismos de participación ciudadana para fomentar el involucramiento social en la vida pública”. Suena bien. Pero ¿cuáles mecanismos existen hoy realmente en Veracruz? ¿Cuántos consejos consultivos operan con autonomía? ¿Qué presupuesto tienen? ¿Qué incidencia han tenido en las decisiones públicas?
La respuesta es incómoda: la mayoría de estos espacios están cooptados, vacíos, sin presupuesto ni facultades vinculantes. Son órganos de simulación institucional donde se convoca a la ciudadanía a “opinar”, pero no a decidir. No hay esquemas para la revocación de mandatos locales, ni presupuesto participativo sistemático, ni parlamentos abiertos reales. Se nos invita a participar... como asistentes, no como protagonistas.
Además, la ley de participación ciudadana en Veracruz es ambigua, inoperante y mal difundida. Poca gente sabe cómo acceder a los mecanismos existentes, y muchos procesos están diseñados para fracasar: requisitos excesivos, tiempos reducidos, comités amañados, tecnicismos deliberadamente oscuros. La participación no puede ser un privilegio de quienes tienen tiempo, recursos y contactos: debe ser un derecho accesible, claro y protegido.
El eje tampoco menciona mecanismos innovadores como presupuestos participativos comunitarios, contralorías sociales vinculantes, asambleas deliberativas o consultas populares sectoriales. La participación está pensada como complemento decorativo del gobierno, no como mecanismo de control ciudadano del poder.
Y lo más preocupante: no se mencionan garantías para la participación de voces disidentes. Quienes cuestionan megaproyectos, exigen justicia, denuncian violencia estatal o proponen modelos alternativos de organización siguen siendo marginados, criminalizados o ignorados. Un gobierno que presume de participativo, pero teme a la crítica organizada, es un gobierno que aún no ha comprendido qué significa democracia.
Inclusión social: del discurso a la estandarización sin contexto
La segunda línea del eje plantea “ampliar el acceso a derechos de las personas en situación de vulnerabilidad”. ¿Quién define esa vulnerabilidad? ¿Desde qué perspectiva? El texto menciona a grupos históricamente excluidos, pero no se construye un diagnóstico interseccional ni se reconocen las barreras estructurales que impiden el acceso a derechos.
El gobierno estatal continúa promoviendo una lógica de “programas especiales” para poblaciones diversas, sin transformar las instituciones desde dentro. Por ejemplo: no basta con crear unidades de atención para mujeres si no se transforma la violencia estructural en el sistema judicial. No sirve una oficina para pueblos indígenas si no se garantiza su derecho a la autodeterminación y consulta previa.
Además, el plan confunde inclusión con asistencia. Se proponen “acciones de sensibilización”, “campañas de información” y “capacitación a personal”, pero no se menciona la necesidad de reformar leyes discriminatorias, eliminar prácticas institucionales excluyentes o construir nuevas arquitecturas jurídicas para el reconocimiento pleno de derechos.
El enfoque de discapacidad es limitado. No se mencionan políticas de accesibilidad universal en todos los niveles del Estado: desde la infraestructura hasta la comunicación institucional. Tampoco se menciona el racismo estructural en el acceso a justicia y servicios públicos para población afrodescendiente e indígena. La inclusión sin justicia es integración forzada, no emancipación.
Finalmente, se ignora la participación política de estos grupos. No basta con que accedan a servicios, deben poder decidir sobre su diseño y evaluación. La inclusión no es solo acceso: es poder transformador.
Cultura de paz y cohesión social: sin justicia no hay paz
La tercera línea del Eje 6 busca fomentar “una cultura de paz y cohesión social para fortalecer la convivencia democrática”. Pero este planteamiento, aunque necesario, es profundamente superficial si no se enfrenta el contexto de violencia estructural que atraviesa al estado. No hay paz posible si la impunidad persiste, si la represión es sistemática, y si la justicia se aplica con criterios políticos.
Se habla de campañas de cultura de paz, pero no se mencionan los crímenes contra defensores de derechos humanos, las desapariciones forzadas, la criminalización de la protesta, o las agresiones a periodistas. ¿Cómo construir paz si el Estado calla, encubre o se hace cómplice del conflicto?
Tampoco se abordan las causas estructurales de la violencia social: desigualdad, pobreza, exclusión, precariedad juvenil, racismo institucional, patriarcado. El eje intenta construir paz con talleres y murales, mientras las comunidades viven con miedo, persecución y abandono.
El lenguaje del eje es tecnocrático: “generar entornos propicios”, “fortalecer redes”, “sensibilizar sobre derechos”. Pero no hay mención a mecanismos restaurativos, justicias comunitarias, ni modelos de reparación colectiva. La cultura de paz no se decreta: se construye con memoria, justicia y transformación social.
Además, la paz no puede ser excusa para la desmovilización. Hay una línea muy delgada entre promover el diálogo y sofocar el disenso. Un Estado que no tolera la crítica, que persigue la organización independiente y que impone su narrativa como única verdad, no promueve la paz: promueve la sumisión.
Conclusión
El Eje 6 del PVD 2025–2030 presenta un marco amable, lleno de palabras bellas: participación, inclusión, cultura de paz. Pero debajo de esa superficie se oculta un aparato estatal que aún no ha soltado el control, que aún teme al disenso, que aún prefiere ciudadanos obedientes antes que comunidades organizadas.
Hablar de participación sin dotar de poder real a la ciudadanía es como hablar de libertad sin abolir las cadenas. Veracruz necesita instituciones que escuchen, sí, pero también que cedan, que rindan cuentas, que sean modificadas por la voluntad popular. Y eso no se resuelve con formatos o plataformas: se construye con voluntad política y democracia radical.
La inclusión debe dejar de ser un decorado. Tiene que convertirse en justicia estructural, en dignidad legal, en equidad presupuestal y en representación política real. Los pueblos indígenas, las mujeres, las personas con discapacidad, las juventudes, las poblaciones LGBT+ no necesitan que se les “integre”: necesitan que se les devuelva el lugar que el Estado les ha arrebatado históricamente.
La cultura de paz no puede limitarse a discursos o campañas: requiere enfrentarse con honestidad a la violencia estructural, al uso autoritario del poder y a la impunidad histórica. Porque la paz sin justicia no es paz: es silencio forzado.
Por eso, el verdadero desafío del gobierno de Veracruz no es crear más oficinas, comités o plataformas. Es compartir el poder, transformar el Estado desde abajo y construir una democracia donde la participación no sea excepción ni adorno, sino regla y fundamento. Y esa transformación no vendrá del gobierno: vendrá de la ciudadanía organizada.
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