Carlos A. Luna Escudero
En días recientes, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reveló los resultados definitivos de los Censos Económicos 2024, y los datos sobre Veracruz son contundentes: más que desarrollo, muestran una economía marcada por la precariedad, la informalidad y la necesidad constante de sobrevivir.
Se menciona que existan casi medio millón de establecimientos económicos y más de un millón setecientas mil personas ocupadas. Sin embargo, una revisión a fondo de estas cifras revela una realidad distinta: un crecimiento basado en microempresas que apenas logran sostenerse, sin generar movilidad social ni bienestar sostenible.
El discurso oficial celebra que los negocios que más crecieron son tiendas de abarrotes, fondas, salones de belleza y puestos de antojitos. ¿En serio esto es desarrollo económico? Más bien es la radiografía de un estado donde miles de personas, ante la falta de oportunidades reales, recurren al autoempleo informal como única salida para llevar comida a la mesa.
La narrativa triunfalista del crecimiento oculta una brecha brutal: el 67.9% de las unidades económicas operan en la informalidad, mientras el 32% restante —los negocios formales— concentran el 95% de la riqueza. En otras palabras, la mayoría trabaja más para ganar menos, mientras unos cuantos concentran la prosperidad.
La desigualdad económica también es territorial. Veracruz puerto, Coatzacoalcos y Boca del Río acaparan más de un tercio del valor agregado estatal, mientras la mayoría del estado sobrevive con pequeños comercios y actividades sin acceso a financiamiento ni tecnología. La llamada “modernización” es una promesa vacía: apenas 2 de cada 10 unidades económicas usan herramientas digitales.
El resultado es un paisaje económico donde la sobrevivencia se maquilla como progreso. Crecen las cifras, sí, pero no crece la calidad de vida. Lo que Veracruz experimenta no es un despegue económico, sino una expansión de la precariedad.
La proliferación de negocios pequeños —tiendas de abarrotes, puestos de antojitos, salones de belleza— es síntoma de un fracaso sistémico: el mercado laboral formal es incapaz de absorber a la población económicamente activa. Abrir un negocio no es señal de prosperidad, sino de falta de opciones.
Estos negocios, que representan el 96.6% de las unidades económicas, generan apenas 18.8% del valor económico. En contraste, un 0.1% de grandes empresas concentra casi la mitad de la riqueza estatal. Esta concentración no es casualidad: es la consecuencia de políticas públicas que favorecen a los grandes mientras dejan a la mayoría a su suerte.
Los principales problemas que reportan los empresarios —alza en materias primas, baja demanda, inseguridad y tarifas impagables de servicios básicos— no son nuevos. Son las mismas trabas que llevan décadas asfixiando al sector productivo, sin que ninguna administración estatal haya sido capaz de ofrecer soluciones reales.
El acceso al crédito es otro muro infranqueable. Solo el 12.4% de las microempresas logró financiamiento en 2023. Sin capital para invertir en tecnología, capacitación o infraestructura, estas empresas están condenadas a permanecer pequeñas, improductivas y vulnerables.
La digitalización, presentada como el motor del futuro, está prácticamente ausente. Apenas 19.7% de los negocios usan herramientas digitales, y la mayoría se limita a buscadores y redes sociales. La brecha tecnológica condena a miles de negocios a competir con armas obsoletas en un mercado cada vez más exigente.
Mientras tanto, el crecimiento promedio del empleo en Veracruz —1.2% entre 2018 y 2023— está por debajo de la media nacional. No es casualidad: la mayoría de los nuevos “empleos” son precarios, sin seguridad social ni estabilidad. Son cifras que engordan los reportes oficiales pero que, en la realidad, perpetúan la pobreza laboral.
La geografía económica del estado muestra un centralismo descarado: Veracruz, Coatzacoalcos y Boca del Río concentran la riqueza, mientras el resto del territorio sobrevive en un limbo económico. Las zonas rurales y serranas, con 135 mil unidades económicas, apenas participan del crecimiento.
Los sectores que realmente mueven la economía —petróleo, electricidad, industria pesada— son enclaves controlados por corporativos externos y la federación. Su impacto en la población local es mínimo: generan riqueza, pero no bienestar.
La reforma laboral de 2021 redujo la subcontratación, pero no transformó la realidad del empleo. La mayoría de las trabajadoras mujeres se concentra en microempresas, mientras los hombres acaparan los puestos mejor remunerados en las grandes corporaciones. La desigualdad de género es otro componente estructural de la economía veracruzana.
En resumen, la economía del estado está construida sobre una base endeble: negocios informales, sin acceso a crédito, con tecnología rezagada y con problemas estructurales que ningún gobierno ha sabido resolver. El crecimiento existe, pero es un crecimiento hueco, incapaz de generar movilidad social.
Los datos del INEGI confirman una verdad incómoda: en Veracruz hay más negocios, pero no hay más desarrollo. El incremento en unidades económicas no se traduce en mejores ingresos ni en empleos dignos. Lo que crece es la economía de la sobrevivencia.
La riqueza está concentrada en un puñado de empresas, mientras millones se debaten en la informalidad. La promesa de un Veracruz moderno, digital y próspero sigue siendo un eslogan vacío que no llega a la mayoría.
Celebrar la apertura de tiendas de abarrotes y puestos de antojitos como símbolo de progreso es ignorar la raíz del problema: la falta de políticas públicas que generen empleos formales, acceso a financiamiento y condiciones para la innovación.
Se puede seguir presumiendo cifras, pero la realidad no se maquilla. Cada nuevo censo confirma lo mismo: más negocios, más personas ocupadas, pero una economía que no avanza, solo sobrevive.
Hasta que no se apueste por un cambio estructural, Veracruz seguirá atrapado en su propia trampa: un crecimiento que suma números, pero resta bienestar.
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