La educación no es la panacea del desarrollo de un pueblo, pero es uno de los pilares más importantes. Dígame usted si no, cuando es capaz de complementar, moldear, afirmar o transformar la manera de ser de un pueblo, llegando incluso a alterar la conducta por herencia genética y modificar la base cultural, como ya comentamos en ocasión anterior. El ambiente del hogar es decisivo, porque en él se conjugan el origen y contexto que abonan y combinan los padres –o quienes están a cargo– para iniciar y después fortalecer la educación de los menores.
En la crianza se forma el carácter de los niños y se vivencian los valores, expectativas, formas de ser, resolución de problemas cotidianos y una manera de interpretar la vida. La comunidad complementa el proceso. En aquellos años del fin de siglo los niños, adolescentes y jóvenes se divertían de manera sana, jugando con una pelota, trompos o baleros, corriendo por los espacios públicos, charlando, patinando. Conversaban entre risas y juegos sin preocupación alguna. La niñez y adolescencia eran épocas de oro, en parques llenos de niños y adultos que departían, convivían, corrían y jugaban al cuidado de la familia.
Quizá la costumbre, más preocupada por el sustento diario, llevó a los hogares a una falta de interés social para educar, pero las madres –principalmente– y los padres de familia aplicaron un sentido común y práctico de preservar el bienestar dentro de lo que estaba a su alcance, es decir, proteger al hogar y los hijos. No se valen los ejemplos de padres desobligados, machos y violentos como generalización y estereotipo de la época.
Tampoco se vale aseverar que toda época pasada fue mejor. Es una falacia. Pero sí podemos, desde el punto de vista del hogar y la crianza de los hijos, reconocer el trabajo y la inteligencia práctica de las madres de antaño. Tal vez su visión era un bien particular, propio de la familia; quizá faltaba educar para la sociedad. Pero hoy no sólo falta educar para la sociedad, faltan también el fomento de virtudes, valores y respeto a los demás.
Los adolescentes y jóvenes de la década de los cincuenta no tenían un espacio especial, ni una imagen representativa como la tienen los adolescentes y jóvenes de ahora. La música fue su expresión y despertar colectivo, fue su carta de presentación ante una sociedad adulta que los reprimía, según su decir. Y este fenómeno creció durante los sesenta y los setenta. Esas generaciones afanosas por
“liberarse” crearon muchos padres permisivos que dejaron perder valores, costumbres, urbanidad, límites en la conducta.
En su momento pensaron darles “libertad” y comodidades materiales a sus hijos. Pero aquello que los hijos esperan recibir de los padres, paradójicamente, no tiene ningún valor comercial o económico: es cariño, comprensión, dedicación de tiempo, interés por lo que hacen y escuchar sus problemas. Ser padres permisivos y no enseñarles límites, les priva de lo más valioso cuando tengan que aplicar su criterio y establecer líneas personales de conducta.
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