Mañana de buen clima, un viaje programado para visitar los bellos pueblos cantábricos, como Santillana del Mar, la ciudad de las tres mentiras: Ni es llana ni santa y no tiene mar. Un poco como Loma Bonita, Oaxaca, que ni es Loma ni está bonita y la gente no la ve como Oaxaca, sino como parte de Veracruz. Luego un pisa y corre a San Vicente de la Barquera, para terminar en Comillas, que tiene una gran universidad y tiene también la mano y el genio del gran Gaudí, que allí dejó para la eternidad gran obra, de las pocas que hizo fuera de Barcelona, aunque nada se iguala a La Sagrada Familia. Tomamos la autovía que nos lleva a esos puntos. Son una chulada de carreteras y ninguna de paga, Capufe y sus inútiles ejecutivos debían darse una vuelta por aquí y ver con admiración como está ese pavimento, no hay un bache, no hay un hoyo, no hay nada que perturbe la tranquilidad de los automovilistas y tiene, además, gran control de las velocidades, o sea, si te pasas de rosca la fotografía te delata y al tiempo te llega una multa a tu tarjeta, si es auto alquilado, como el que traemos, pues la misma agencia donde lo alquilaste se encarga. Maravillosas esas autovías, como ellos le llaman a nuestras autopistas. Hay buen tiempo, el sol sale y están felices con los 20 grados, después de haber tenido un duro invierno y estos días de mucho viento y frio que cala. Estos autos inteligentes te guían ahora, como cuando los navegantes veían tierra. La señalización es magnífica, te llevan paso a paso hasta que entras de la autovía al primer pueblo.
SANTILLANA DEL MAR
El primer alto es para comer, los españoles casi no abren en domingo y el cuidador del auto, mediante 3 euros, nos dijo que le apuráramos, porque algunos cierran. Encontramos el primero llamado Bar Bodega El Porche. Casona vieja, como todo aquí de gran belleza y por 21 euros por persona le entramos al primero y segundo plato, un cocido montañés, sopa de pescado, paella y un arroz a la cubana o pollo, platillos a escoger. Un matrimonio dueños atienden. Está lleno, tiene su terraza al descubierto, pero como todavía sopla el aire frio, mejor nos metemos al sitio de mesas cubiertas. Pagamos y a la calle, a admirar esos sitios bellos medievales que hacen a Santillana única y un lugar de mucho turismo, me los imagino en el verano. Castillos, iglesias, lugares de quesos y souvenirs, la delicia de poder caminar donde quizá algunos monjes habitaron esos sitios, donde uno al andar a golpe de calcetín la calle empedrada sientes que estás en otro mundo. Los sobaos, los orujos, los quesos, se encuentra un señor junto a un nacimiento de agua, que seguro hace cientos de años allí se surtían los pobladores, ese señor con una cámara antigua toma fotos que al instante revela y te la vende. Es domingo hay pocos negocios abiertos, optamos por marchar al otro, San Vicente de la Barquera, que tiene un puente antiguo a su entrada, no como los de los romanos, que eran eternos y extraordinarios constructores y apenas en Madrid la lluvia se llevó uno del tiempo de los Césares, porque llegaban y conquistaban pueblos, pero les legaron una infraestructura de puentes que aún están muchos como si ayer lo hubieran construido. Entramos a una tienda, raro pero encontramos a un español muy platicador, al oír que éramos mexicanos y pregunta qué de dónde amigo vengo, contó que cuando la Guerra Civil de allí partía un barco en Santander, que llegaba a La Habana, donde hacia escala, luego se iba a Veracruz, pedacito de patria que sabe sufrir y cantar. Me acordé entonces de Lázaro Cárdenas y Los Niños de Morelia, de toda aquella migración que llegó para engrandecer a México en su cultura y las letras. Habló que de ese pueblo de San Vicente, se había ido un rojo, que así llamaban a los antifranquistas. Regresó años después -seguía contando-, y al desembarcar checó con las autoridades que no tenía ‘delito de sangre’, que eso debe ser resultado que aquí no se quebró a nadie y no dejó muertos, y lo perdonaron, En México hizo dinero y se vino a vivir y morir en su España querida.
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