De Veracruz al mundo
Fiesta del Grito nunca tuvo buena estrella durante sexenio de Peña.
Los gritos de Peña fueron la suplantación del fervor patrio por el acarreo de ciudadanos del estado de México donde, pese a su debacle electoral, el PRI del presidente tiene una reserva para la escenografía.
Domingo 16 de Septiembre de 2018
Por: jornada.unam.mx
Foto: jornada.unam.mx
Ciudad de México.- Viva el cura Hidalgo, viva el talento de los modistos. Cuarenta mil millones de pesos y seis gritos después, los vestidos de Angélica Rivera, cónyuge del presidente, compiten en Internet –y en la exclamación aprobatoria de las primeras filas en la plaza– con la solemnidad del Grito de Independencia.

Los gritos de Peña fueron la suplantación del fervor patrio por el acarreo de ciudadanos del estado de México donde, pese a su debacle electoral, el PRI del presidente tiene una reserva para la escenografía.

El Estado Mayor Presidencial cumple una de sus últimas misiones. Controla eficientemente los accesos a la plaza mayor. Sorteados los retenes, los chilangos sólo pueden llegar a la altura del asta bandera. La zona frente a Palacio Nacional ha sido ocupada, como todos los años desde que Peña llegó a la presidencia, por personas venidas desde los municipios conurbados. La única diferencia en el último Grito de Peña Nieto es que esta vez los acarreados no visten de rojo. El otro grito, el de las urnas, no deja mucho espacio a la ola roja mexiquense.

El presidente que pensó que gobernar el país sólo sería un poco más complicado que hacerlo en Toluca, merece una suave despedida. Bajo los balcones están el personal militar, la prensa y unos cuantos invitados. A una buena distancia, detrás de la primera reja metálica, las primeras filas son de entusiastas que gritan “¡Peña, Peña, Peña!”, una vez que el hijo predilecto de Atlacomulco cumple el ritual de manera ortodoxa.

La curva de aprendizaje del mexiquense da frutos. En su primer grito, en 2013, Peña Nieto bajó la vista en cuatro ocasiones, para estar seguro de que mencionaría correctamente los nombres de Josefa Ortiz, de Mariano Matamoros, de Ignacio Allende. “¡Viva México!”, cerró, mientras puntitos verdes de láser le llenaban el rostro.

En aquel año, Peña se estrenaba en la Presidencia y estaba a punto de lograr, gracias al Pacto por México, la aprobación de un ambicioso paquete de reformas.

De cualquier modo, no hubo fiesta. Con medio país bajo el agua, Peña tomó el micrófono en el patio del Palacio Nacional sólo para anunciar que se retiraba para atender la emergencia. Lo mismo ocurrió el año siguiente.

En 2015 la cena de gala fue suspendida con el argumento de la necesaria austeridad derivada de la caída de los precios del petróleo. Así siguió el país, porque en 2016 la nota para muchos fue que Angélica Rivera, cónyuge del presidente, se sumó al ahorro con un acto trascendental: usó, qué barbaridad, la misma prenda azul que había vestido en una cena con los reyes de España. Los mexicanos deben agradecimiento eterno a su espíritu austero.

En la última vez de Peña en el balcón central, Tláloc es benévolo, el presidente grita los nombres de corrido y la escena que sigue, la familia presidencial posando para las cámaras, sigue siendo un festín para las revistas del corazón, que todo el sexenio tuvieron un tema enorme en los vestidos de Angélica Rivera y su prole.

El año pasado, esas publicaciones destacaron que la esposa del presidente usó un vestido negro, en solidaridad con las víctimas de los sismos. Esta vez hablarán del vestido rojo de la alguna vez dueña de la Casa Blanca.

En 2017, Peña agregó al homenaje una referencia a las víctimas de los sismos que hirieron a Oaxaca y Chiapas. Los nombres de las otras víctimas, las de la guerra sin fin, nunca sonaron en el balcón de Peña aunque ahora truenen en la acera del próximo gobierno.

La fiesta de todos los mexicanos es también la tragedia de todos los mexicanos. Para que no se olvide, la noche anterior al Grito, sicarios disfrazados (de mariachis, claro) convirtieron la Plaza Garibaldi en un cementerio y, como en todo el país, actuaron con total impunidad en un lugar presuntamente muy vigilado.

Los tiros en Garibaldi fueron el recordatorio de que la Ciudad de México, otrora isla en la tragedia nacional de la violencia, es ya parte del recuento de los daños.

La ceremonia cívica más importante del año nunca tuvo buena estrella durante el sexenio que está por terminar.

Hay muchos huecos en la plaza, pese a la fama de los cantantes elegidos para calentar el ambiente antes del Grito. Mijares y Emmanuel interpretan sus viejos éxitos y alguna que otra pieza “muy mexicana”. El segundo cierra su actuación pidiendo a la Virgen que cubra “con su manto protector” a todos los presentes.

Un buen número de ciudadanos desistieron en su intento de llegar al Zócalo porque les exigían botar sus sombrillas. Lo mismo ocurrió en el área de invitados, pese a que el instructivo del Estado Mayor ordenaba ropa formal y “previsiones en caso de lluvia”.

Una vez que los cantantes concluyen, las grandes pantallas en el Zócalo muestran uno de los anuncios que Peña Nieto usó para su último informe de gobierno.

Qué historia, qué cura Hidalgo ni qué nada. Lo que importa ahora es que, gracias al salvador de México, somos “una potencia turística mundial”. El anuncio concluye con un potente “¡Viva México!” que recibe silencio como respuesta.

Cuando comienza el desfile de imágenes de lo que sucede dentro de Palacio Nacional una breve silbatina se adueña del ambiente pero es rápidamente ocultada por la banda militar.

Cumplido el ritual, el gabinete, el cuerpo diplomático y otros invitados observan la pirotecnia.

En las primeras filas, pero sólo ahí, hay entusiasmo desbordado. “¡Peña, Peña!”. En el centro de las filas entusiastas, una mujer alza un folder convertido en cartel con la leyenda: “Te queremos ahora y siempre”. Un periodista colado retrata el reverso de la pancarta que no entiende de miles de muertos ni de promesas incumplidas, mucho menos de veredictos de las urnas: “Peña, bombón, te quiero en mi colchón”, dice el letrero escrito a mano.

La brevedad de la ceremonia subraya el aparatoso despliegue de luces, cámaras y filtros de seguridad.

Con la última luz en el cielo, los invitados dejan los balcones y la multitud comienza a dispersarse. Los vendedores ambulantes rematan los huevos con harina o confeti y las últimas cornetas. De la fiesta, sólo queda restos de espuma en el asfalto.

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