“Una distopía es una sociedad ficticia indeseable en sí misma, opuesta a la utopía”, dice el diccionario de la Lengua para describir las condiciones sociales y económicas a las que es posible acceder siempre en sentido contrario a lo originalmente esperado. ¿Cuántas naciones de nuestra Civilización han desembocado en condición de distopía después de haber aspirado a condiciones socioeconómicas idóneas para alcanzar el bienestar? No pocas han sucumbido en el intento, las causas encuentran sus raíces en gobiernos incapaces para un desempeño eficiente, y en nuestro medio plagados por el mal de la corrupción, ajenos al interés de las mayorías. En la contraparte opera una ciudadanía indolente a causa de la ignorancia imperante y de la pobreza de la mayoría de sus componentes, ocupados más en la búsqueda del sustento familiar que de observar la conducta de sus gobernantes. Para nadie pasa desapercibido que un pueblo en pobreza está a expensas del auxilio de las autoridades y a la vez es poco participativo en los procesos políticos, su indigencia lo hace proclive a depender de la “generosa” disposición de su gobierno para amortiguar sus penurias. En esas circunstancias las sociedades se convierten en rehenes de sus políticos, aunque otra parte de la población, más participativa y mejor enterada se muestra exigente en mejoras sociales y económicas. Ambas porciones sociales son el caldo de cultivo de donde surgen los políticos, que una vez en el poder se divorcian de su original propósito social para dedicarse a gozar de las mieles del poder. Este escenario no encuentra génesis en países con sociedades desarrolladas, pero es propicio en sociedades donde impera la desigualdad social.
En nuestro continente ese es un proceso sociopolítico transparentemente materializado en Cuba, en Venezuela, en Nicaragua, por ejemplo. En este último país se ha llegado al extremo de lo anecdótico por las increíbles disposiciones desplegadas por el gobierno de Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo, en cuyo ánimo autoritario han eliminado la separación de los poderes. Con el apoyo cómplice de las fuerzas armadas diseñaron una Constitución política que en su Artículo 132 dice: “La presidencia de la República dirige al Gobierno y como jefatura del Estado coordina a los órganos legislativo, judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales y municipales, en cumplimiento de los intereses supremos del pueblo nicaragüense y de lo establecido en la presente Constitución”. Es decir, el presidente (Ortega) controla el Poder Judicial a voluntad y para anular cualquier posibilidad de competencia electoral al prohibir la participación de adversarios políticos, muchos de los cuales se encuentran en prisión o viven en el exilio. Para nuestra fortuna no es el caso de México, por muchas circunstancias, entre otras la geopolítica, pues estar ubicados junto a la potencia económica y militar más poderosa del planeta impone condiciones especiales; la histórica es otra variable de no menor importancia, pues ha propiciado gobiernos de diferentes signos ideológicos devenidos en pacífica alternancia y hemos salido adelante. El PRI gobernó durante 60 años, el PAN 12; MORENA está en el gobierno ahora, ya acumuló 6 y tiene licencia constitucional para 6 más; uno de sus agoreros ha presumido que permanecerán en el poder por 50 años más, pero en ninguna democracia o dictadura es posible predecir a largo plazo la permanencia de un partido en el poder porque en su conjunto todo pueblo siempre aspira a la utopía. |
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