Hace nada, el presidente AMLO habló que pediría a los congresistas mexicas derrumbar, desaparecer el Articulo 33 (Los extranjeros no podrán de ninguna manera inmiscuirse en los asuntos políticos del país), donde tiene mano y gana los casos, ya incrustó en el INE a toda su palomilla, incluida la nueva presidente, que es una incondicional suya y la ruleta ahora gira en su terreno, que es un todoterreno. Donde el presidente no puede, arrebata, como fue el caso de Iberdrola, que no los pudo doblegar a diatribas en su mañanera y optó por la mejor medida, como si fuera ruleta rusa o casino de los bingos existentes en México: comprarlo, que para eso es el dinero del gobierno. Y encontré una frase de Carlos Monsiváis, cuando le decía a Gabriel García Márquez, ambos difuntos y que en el cielo deben estar contando sus historias, lo siguiente: De Monsiváis a García Márquez: “En política, mientras dure el PRI, todos somos extranjeros”. Y me replicó sonriendo: “No se haga el ingenioso, carajo, sobre la patria no se hacen chistes porque al que lo hace lo nacionalizan”. Y se rio.
LLORAR POR LOS TIBURONES
Leí ayer un artículo de El País, donde hablaba de quienes lloran por un partido, o por su equipo. Sé que muchos veracruzanos han llorado, unos en silencio, otros a lágrima abierta, cuando la maldita FEMEXFUT alejó de los estadios del futbol mexicano a Los Tiburones Rojos del Veracruz, lo que le costó a su dueño, Fidel Kuri Grajales, sangre, sudor y lágrimas, y casi un año en la cárcel por defender sus derechos arrebatados a la mala, que ahora mismo los fue a pelear a la sede de la FIFA, en Suiza, ante los ayudantes del Pelón Infantino, para que les devuelva todo, aunque ya casi no haya estadio Pirata Fuente, porque ese estadio se está cayendo a pedazos y lo que hay que hacer es derrumbarlo y construir uno nuevo, con ese dinero que el gobierno de Veracruz devuelve a la Federación como SUBEJERCICIOS. Una cosa terrible.
LLORAR POR EL FUTBOL (Lucía Taboada. El País)
“Un día cualquiera de la semana pasada, sobre las once de la mañana, una chica sentada enfrente de mí en un vagón del metro de Madrid se puso a llorar. Primero intentó ocultar las lágrimas agachando la cabeza, como encogiéndose hacía sí misma, hasta que la contención resultó del todo imposible. Le temblaba la mandíbula. Le costaba hasta respirar. En un momento alzó la vista, empapada en lágrimas, y se disculpó. Le respondí que no tenía por qué pedir perdón, faltaría más, que llorase lo que necesitase. Y me quedé pensando sobre por qué llorar en público nos sigue pareciendo algo merecedor de una disculpa, cuando jamás pediríamos perdón por reír delante de otras personas.
Cuando lloras en público sientes la apremiante necesidad de recuperarte. Para ya, por favor. Compórtate. Estás llamando la atención de la gente. Es preferible mantener el nudo en la garganta durante horas, embotellar el llanto y consumirlo en casa, a solas y con discreción. Parece que el adulto funcional es el que más emociones puede reprimir de forma simultánea.
Quizá de los pocos lugares en los que las lágrimas se convierten en un asunto global y escapan de la intimidad que se les presupone son los estadios, o cualquier espacio en el que varias personas se reúnen para ver un mismo partido de importancia. En un partido las lágrimas son comunales, parte natural del culto. Sin embargo, las lágrimas por el fútbol no se entienden lejos del ecosistema en el que se producen. Es bastante frecuente escuchar eso de “No vale la pena llorar por el fútbol”, “Llorar por once tipos dándole golpes a una pelota, qué absurdez, con la de cosas importantes que hay en la vida”, “¿De verdad lloras por algo que no te da de comer?”. Enrique Ballester lo recoge en su libro que lleva ese mismo nombre, El fútbol no te da de comer (Libros del Ko). “¿Qué pasa? ¿Que solo podemos estar tristes por aquello que nos dé dinero? ¿En serio?”, se pregunta.
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