De Veracruz al mundo
2020-02-29 / 10:20:00
La guerra: patología e identidad nacional ll




Alfredo Poblete Dolores



En el país, y en gran parte del mundo, las relaciones de pareja están matizadas por la violencia. El novio manipula a la novia, le prohíbe que manifieste sus opiniones personales, descalifica sus juicios o criterios y en otros casos insulta o golpea. Y no tan solo en el noviazgo se presenta ese fenómeno. También en las uniones que fueron salpicadas de agua bendita y que siguen unidas por la voluntad divina. El esposo maltrata a la esposa y lo contrario —en menor medida— también sucede. Los grupos familiares están coloreadas por la violencia de variado tipo. El padre golpea a sus hijos o es la madre quien comete infinidad de aberraciones en contra de sus vástagos. En algunas ocasiones la violencia termina en asesinatos. Filicidios, fratricidios, parricidios, feminicidios son el desenlace final de esas truculentas relaciones.



Los crímenes entre parientes no son excepcionales ni tampoco son de ahora. Las religiones, cosmovisiones, mitologías, pasajes históricos u obras literarias lo registran con algunos arquetipos. Las sagradas escrituras dicen que Caín mató a Abel por rivalidades y celos; Huitzilopochtli, dios de la guerra Mexica, para defender a su madre la Coatlicue de sus otros hijos —los 400 guerreros surianos, que querían matarla— los mató a todos. Edipo mató a Layo sin saber que era su padre, y se casó con Yocasta, la viuda, ignorando que era su madre. Enrique VIII rey de Inglaterra mató a, cuando menos, dos de sus esposas; innumerables príncipes europeos mataron a sus padres —el rey— para heredar esos tronos, etcétera.



En el fondo de la mente humana cohabitan dos fuerzas. Una tiende a la destrucción y muerte y la otra a la edificación y reproducción. La mitología griega personificó —a esos impulsos— como Eros y Thánatos; la poesía, filosofía y otras disciplinas identifican a esas fuerzas y deidades como: amor y odio. En el fondo de nuestra naturaleza fluyen esas energías y, empujan vigorosa e incesantemente, parar salir de las tinieblas del alma y manifestarse en el entorno social. En casi todos los actos, comportamientos o pensamientos amorosos del ser humano encontramos vestigios o rastros de odio o deseos de destrucción que se mantenían soterrados y muy ocultos en la mente. De igual manera, en los actos más aborrecibles de destrucción podemos percibir —en algunos casos— un vaho o hálito de vetas amorosos.



Pondré ejemplos para intentar esclarecer las afirmaciones —de las dos últimas frases— del párrafo anterior. Dice la madre al hijo: “te pego porque te quiero”; o el padre a la hija: “te castigo por tu bien, más adelante me lo vas a agradecer.” La manipulación emocional de los “adultos” sobre sus retoños tiene efectos perniciosos. Esas relaciones intrafamiliares —salpicadas de amor y teñidas de violencia—no matan físicamente pero trastornan la vida emocional de muchos de los descendientes. En los gabinetes de los psicólogos y psiquiatras se escuchan sollozos, llantos y reproches producto de esa forma de educar. Los estudiosos del comportamiento humano y la sabiduría popular dicen que si les pegas a tus hijos aparte de provocarle grandes daños en sus almas, también puedes estarles enseñando a ser violentos y golpeadores con sus parejas y descendientes. Otro subproducto de esa irracional “pedagogía” es aleccionar a las hijas que la vida es así; que deben someterse a la voluntad del marido o pareja y que ellos tienen el “derecho” a humillarlas y anularlas como personas por desobedecer a sus mandatos. Lo anterior pueden ser prototipos de que el amor y el odio tienen posibilidades de manifestarse mancomunados en una misma acción verbal o física.



El país requiere cambiar de rumbo. Debemos dejar atrás el odio, destrucción y el fétido olor a cementerio. Debemos abrir las puertas y ventanas de nuestras casas para que se ventilen y se salgan el rencor, resentimiento, amargura y la violencia; dejemos que penetre, hasta lo más recóndito de nuestra morada: la ternura, afecto, delicadeza y amor. Abramos los ventanales para que los espíritus machistas puedan absorber algo de la sana femineidad y la ternura.



En la campaña presidencial del 2012, el actual presidente, proyectó crear una “República amorosa.” Al inicio de esa nueva fundación propuso que se pusieran cimientos de humanismo; planteó colocar en los basamentos: la fraternidad y la solidaridad. Para lograr esa utopía, tendríamos —necesariamente— que descolonizar la mentalidad de los mexicanos. Ese tipo de pensamiento subordinado, sumiso y resentido es un poderoso generador de clasismo, racismo y violencia que debemos repudiar. Al mismo tiempo tendríamos que marginar la admiración por la clerigalla; esa malsana veneración —por las sotanas— es piedra angular del sexismo y el patriarcado. Los sacerdotes pervertidos —de casi todos los cultos que se profesan en el país— promueven el sometimiento y anulación de la mujer y les niegan el derecho a decidir sobre sus cuerpos, destinos y cuestiones elementales de su vida. Ese tipo de ensotanados son machistas y creen ser portadores de todas las verdades. Ellos son anticristianos, Jesús de Nazaret promovía el amor al prójimo, la hermandad y la humildad.



La propuesta —del entonces candidato— fue descalificada, ridiculizada y banalizada. Sus críticos mediáticos y adversarios políticos nunca percibieron que el objetivo último de la república amorosa era —aparte de subsanar el alma del país— fomentar y desplegar el pensamiento crítico del mexicano. Ese tipo de ideación no se circunscribe a reconvenir o descalificar las ideas o acciones de los congéneres. La mentalidad de la que hablamos inicia con la autocrítica y, a partir de ese momento, las reflexiones sobre lo que sucede en el entorno pueden adquirir competencias y desarrollar atributos para el análisis, los juicios y opiniones que se vierten. Se me hace que los analistas, intelectuales y políticos conservadores se opusieron a la república amorosa al percatarse de la peligrosidad que representaban —esas ideas “subversivas”— a los cimientos de la política antiética e inmoral de los últimos tiempos.



El feminicidio es un fenómeno lacerante por la crueldad con la que se ejecuta. Esa anomalía social y patología familiar para ser tipificada como tal debe tener ciertas características. Mencionaré dos particularidades para calificarla de esa manera: el asesinato lo comete en el 80% de los casos la pareja —pretendiente, novio, amante, esposo, etcétera— de la asesinada, el resto es atribuido a otros miembros de la sociedad; un distintivo adicional es que el asesinato se realiza con saña, previa tortura y con historial de abusos y lesiones, por ello es considerado crimen de odio. El 99% de los feminicidio queda impune. Policías, ministerios públicos y juzgadores —casi todos ellos machos y corruptos— fomentan la injusticia al no castigar esa crueldad. Agregue usted: los asesinatos se dan al interior de los hogares y regularmente en esas moradas se profesa la religión católica; los inhumanos hechos son cometidos por miserables —materiales y espirituales— y, al quedar sin castigo, la impunidad se incrementa.



La violencia familiar se ha normalizado y los feminicidios aumentan; el “machismo” se regodea en diversos círculos sociales y el patriarcado se pavonea en todo el país. ¿Qué hacer para detener a esos engendros sociales y malformaciones familiares? Tendremos que buscar respuestas. alfredopoblete@hotmail.com

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