La cama me pedía que me quedara. Yo también le hacía ojitos, sin embargo mi cita era a las seis de la mañana en la clínica 11 del Seguro Social. Cuando llegué ya había tres jóvenes formados. Tomé mi lugar en la fila. Uno de ellos me preguntó si tenía que comprar un jugo al ver mi litro en tetrapack que traía en brazos.
Les comenté que sí. Entre bromas de chavos uno de ellos salió a comprarlo. Era su primera vez como donadores de sangre.
Mientras esperábamos a que abrieran, dos de ellos me contaban que iban a donar sangre porque iban a operar ese día a su prima, y por la intervención quirúrgica les habían pedido donadores.
El primero en la fila iba a donar por la misma persona que yo. Se le veía tranquilo. No así a Julio, el joven que estaba adelante de mí. Estaba muy nervioso, pero no por la donación, sino por la aguja.
Detrás de mí llegó Fabiola, una joven maestra de bachillerato que se enteró que solicitan donantes de sangre A+ a través de la red social, y llegó así, solita, sin conocer a nadie. No cabe duda que las redes sociales bien utilizadas pueden salvar vidas.
Fabiola me decía que ella ha donado tres veces sangre y una vez plaquetas. “Todos deberíamos actuar de la manera que quisiéramos que actuaran para con nosotros”, me dice. “Hoy son ellos y mañana podemos ser nosotros”. La primera vez que donó Fabiola, tenía 25 años y en ningún caso ha sido por un familiar. Me cuenta que cuando donó plaquetas fue en el Cecan, pues le duele ver a los niños que tienen cáncer. Ella trata de participar y su manera de hacerlo es a través de la donación de sangre.
Eran diez minutos para las siete. “¿Sigues nervioso?”, le pregunto a Julio. “Ahorita no, pero cuando vea la aguja, quién sabe”. Sin embargo, sus nervios se asomaban a través de las bromas con su primo.
Dieron las 7 en punto y una chica con bata blanca salió con rotafolio en manos. Era Mariana, quien antes del proceso de donación nos daba una pequeña plática informativa. Empezó con los requisitos: la edad es de 18 a 65 años; no se admiten menores de edad aún con el consentimiento de sus padres; la identificación oficial es obligatoria, así como tener un ayuno de 8 horas; pesar más de 55 kilos y no venir desvelado.
Mariana nos explicaba que no podíamos ser donantes de sangre si habíamos tomado medicamentos 10 días antes de la donación, si habíamos ingerido bebidas alcohólicas o fumado 48 horas antes, si habíamos padecido hepatitis o si en ese momento teníamos gripe, vómito, náuseas, fiebre o diarrea.
En el caso de ser hipertenso se puede donar si se tiene el control médico, al igual que las personas diabéticas, aunque en estas últimas nos decía que no era muy recomendable.
Tampoco pueden donar las personas que se han hecho tatuajes o perforaciones menores a un año; los consumidores de drogas; los que tienen caries severas; las personas a quienes se les ha hecho cirugías en el año; los que fueron vacunados hace un mes; los que han recibido trasfusiones sanguíneas así como los donación de órganos.
Mariana fue muy contundente en observar todos los requisitos, ya que como se reparten el lunes únicamente 50 fichas, y 35 los días restantes de la semana, podría darse el caso de que algún donante se quedara sin ficha y reuniera todos los requisitos.
Con respecto a las mujeres, no pueden donar las embarazadas, que estén lactando o en cuarentena; las que tengan prácticas sexuales de alto riesgo. Se puede donar aun cuando se esté menstruando, pero de preferencia, que tengan 6 días pasado el periodo.
Después de darnos la información, Mariana procedió a entregarnos la ficha para pasar a donar. Me tocó el número 4, “saldré más temprano que la vez pasada”, pensé.
Alrededor de 25 fichas se entregaron ¿y toda la demás gente que había? Iban a valoración de anestesia o a entregar muestras para sus respectivos análisis clínicos. Definitivamente no tenemos la cultura de la donación.
El primer paso consistió en entregar la identificación, proporcionar el nombre completo del paciente por el que haríamos la donación así como el número de cama.
Posteriormente nos mandaron al Banco de Sangre. Allí nos llamaron para sacar una muestra y analizarla previamente. Creo fueron dos tubos. Al final me quedó un pequeño ardor. “Ya puedes tomarte el jugo”, me dice la doctora. “Eso te ayudará a elevar tu nivel de azúcar”.
Debo confesar que las charlas de espera entre donadores son diferentes a las que estamos acostumbrados. Escuchas desde la emoción por poder ayudar a alguien hasta el miedo a las agujas. Fabiola y yo dábamos ánimos a Julio quien seguía con los nervios de punta, esperando en el fondo a que le dijeran que no era un donador apto, y pudiera irse tranquilo. Sin embargo eso no pasó.
Otra enfermera nos volvió a llamar. Ahora era para tomar los signos vitales, la presión arterial, la temperatura, la estatura y el peso. La antesala a la donación fue una entrevista con la doctora, nos volvían a cuestionar sobre los requisitos, pero ahora sí de manera personal.
Por fin me llamaron cerca de las diez de la mañana. Tomé mi lugar en el ‘reposé’; pusieron la liga en mi brazo y la aguja en mi vena que conectaba la manguera a la máquina. “Abre y cierra lento”, me dice el doctor para que la sangre fluyera más rápido y se llenara la bolsa de las 450 cc. “¿Se siente bien?”, fue la pregunta final. Respondí afirmativamente. “Antes de irse desayune, le darán un vale para que pase al comedor”.
Así lo hicimos. Nos volvimos a juntar. Julio ya no estaba nervioso. Le había gustado donar sangre. “¿Nos vemos en 3 meses? Mejor en cuatro para volver a encontrarnos”.
Fabiola fue la primera en despedirse, no había ido a trabajar, iba a meter un día económico, pero eso parecía no importarle. Había sido una de las siete personas de las diez que requería nuestro paciente, a pesar de que en redes sociales el mensaje se compartió más de 200 veces.
Aún recuerdo las palabras que dijo: “Donen, pues hay que ayudar a alguien que lo necesita. Ojalá y más personas vengan y se tomen el tiempo para hacerlo, pues muchas veces no lo hacemos por miedo, por fobia, por ideas y creencias… además nos hace bien para renovar nuestra sangre”.
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