Las palabras importan, moldean el pensamiento, terminan por definir las acciones, construyen con solidez, pero también derrumban con contundencia y pueden cambiarnos. Las palabras deben ser cuidadas con esmero, pueden ser el puente al entendimiento, o atajo a la discordia y, quien así lo entiende, sabe también cómo retirarlas. Y se necesita valor para asumirlas.
La vida da promesas, dice Rubén Blades, pero la política mucho menos. Los políticos pueden hacer muchas cosas, adoptar muchas posturas para lograr un voto, un objetivo, para ganar una elección, pero al final suelen terminar haciendo lo que siempre dijeron. El problema con Andrés Manuel no es que no se mueva un poco más hacia la izquierda o hacia la derecha. Es el sentido providencial que tiene de sí mismo, el carácter fundacional que le quiere dar a su gobierno, visiones que sólo pueden avanzar dividiendo o polarizando. Ahí reside verdadero peligro o la desconfianza que suscita y que él mismo no quiere disipar. Su enfrentamiento abierto con los empresarios fue absolutamente innecesario, sin sentido, insultos y agresiones. Acusar a quienes, supuestamente, ejercieron un simple derecho político de corruptos y rapaces es impensable.
Lo hace porque lo cree y porque de esta forma considera que vacuna, impide, movimientos en su contra. Por eso, cuando quiere moderar su posición lo hace a medias: haré negocios con los empresarios “sí son lícitos”, lo que traducido quiere decir que muchos de los negocios que hacen los empresarios son ilícitos. Es temperamento y es ideología, pero también estrategia, aunque parezca descabellada. Podría hacerlo con sencillez y rapidez siendo contundente y claro y tendría un camino abierto hacia el primero de julio. No quiere hacerlo, siempre establece una condicionalidad. La soberbia no permite percibir las incongruencias. Incongruencias que escalan y siguen escalando en un juego de falacias que parece no tener fin, y que no hace sino contribuir a la crispación nacional: justo en el momento en el que tendríamos que estar debatiendo el modelo del país que queremos tener a corto, mediano y largo plazos, seguimos quemando la pólvora en infiernillos que no son sino inútiles.
Debo reconocer que mucha gente quiere votar bien. Ya muchos saben que equivocarse en la boleta tiene costos. Pero no es fácil, hay muchos agravios. Está ganando el coraje. En la confusión es difícil entender cuál es el dilema.
En México no hemos vivido una democracia con resultados para le gente.
Que hay políticos honestos, ni duda cabe; que hay empresarios corruptos, tampoco hay duda. Pero poner a todos en una misma canasta es, además de errado, una afrenta innecesaria. México no se acabará el 1° de julio, y recordémosle a los candidatos no hay atajo, ni estrategia ni tecnología que sustituya la cercanía con los ciudadanos para promover y defender el voto. Nosotros sabemos bien que las campañas y las elecciones no se ganan en los medios, sino en el terreno. La vida política del país continúa. Pero cuidado con votar con el enojo, sin pensar en el futuro y en las generaciones que vienen.
Ya he abordado en textos anteriores el aspecto que en política es fundamental que nunca se rompan los puentes, que no dejen de hablarse los que tienen capacidad de decisión, de construir o de hacer daño. Porque sin diálogo y civilidad entre los protagonistas el país corre riesgos. Cuando hay fractura arriba vienen los derrumbes.
Estamos inmersos en las campañas electorales frente a la elección más grande que hayamos visto. Todos los días nos recetan lo que están haciendo los candidatos, su desempeño en las encuestas, las diferencias entre ellos y las estrategias de comunicación que emplean. Ante los ojos del electorado, la lucha es por quién ofrece más regalos y promesas que sólo Dios sabe si podrán cumplir. En el proceso también hemos sido testigos de las alianzas entre partidos, muchas veces disímbolas, que han sorprendido a muchos y han confundido a muchos más. La izquierda se junta con la derecha, las contradicciones ideológicas afloran y, al final estas coaliciones inconsistentes dejaron descontenta a una mayoría. En este deambular de un partido a otro se confundieron aún más las ideologías, quienes antes eran apóstoles y ángeles del mercado y la familia ahora de pronto militan brazo a brazo con personas antagónicas. Hay quienes dicen eso simplemente refleja la lucha por el poder. Esa lucha considero, es más bien la lucha por la llave que da a acaso al botín. Es decir, se busca el poder para obtener la llave del cofre que guarda dineros inmensos, incalculables provenientes de los contribuyentes. El deseo por llegar al puesto no es por servir a los demás o liberar a un grupo social por un mejor camino hacia el bienestar, sino más bien la ambición por el poder, se encaminan a apoderarse de medios económicos para que finalmente “haga justicia la revolución”.
Vivimos ahora semanas de gran intensidad en la que la gente no habla de otra cosa que nos sorprenden del ambiente preelectoral.
Esto me lleva a una reflexión que tiene que ver con la visión de un gran número de ciudadanos que circunscriben su interés y participación en la vida pública a su asistencia a las urnas. Sin embargo, a partir del primero de julio y del inicio del nuevo gobierno, la mayor parte de los ciudadanos se limitará a aprobar o desaprobar el quehacer gubernamental en sus convivios de amigos y familiares, a manera de catarsis, y hasta ahí llegará su participación. Claro hasta la siguiente elección.
Un Estado débil se caracteriza por una andamiaje institucional cuya capacidad de respuesta se encuentra por debajo de lo necesario para cumplir con sus responsabilidades. En las democracias maduras las instituciones fuertes se convierten en el mejor antídoto frente a los malos políticos. No es nuestro caso, pero uno de los rasgos de las democracias más robustas del siglo XXI es el paso de la visión Estado-céntrica a una visión en la que el ciudadano tiene mucho más qué hacer y qué decir en los asuntos públicos. Países en los que el futuro exitoso depende más de su sociedad organizada que de quien lo gobierne. Mientras no cambiemos nuestros paradigmas, nuestras expectativas seguirán incumplidas.
Nuestro atribulado país tiene remedio.
Junto al hartazgo y el enojo social, al que Gil Gamés llama poéticamente “el emputamiento generalizado”, yo veo brotes de esperanza por todas partes.
Empecemos por nuestras madres, y dentro de ellas, las madres que rastrean a sus hijos e hijas desaparecidos, que recorren los montes y las orillas de los ríos, hasta dar con fosas clandestinas. No hay dolor humano más profundo que perder un hijo, y aun así ellas regresan de su agonía cotidiana para devolvernos la respiración.
Sigamos con los periodistas a quienes les debemos conocer la verdad. No basta nuestro reconocimiento por su trabajo heroico que nos está abriendo los ojos sobre la colusión entre la política y crimen: tenemos que cuidarlos y protegerlos.
Lleguemos hasta los mexicanos en el exterior, su red de talentos, hasta los Dreamers, quienes, contra todo pronóstico, sin papeles, y sin derecho al voto, han transformado el escenario político en Estados Unidos con su coraje, su empuje por hacer valer su derecho a estudiar y a vivir en el país que los vio crecer. |
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