Las arenas movedizas de la política rara vez perdonan. El ambiente político en México atraviesa por un momento curioso. La autoridad y el poder responden a criterios muy diferentes. Y aún dentro de ambas categorías, hay matices y circunstancias que importan. Las dos atañen a la vida política de los pueblos, las dos producen jerarquías, generan comportamientos y trazan destinos, pero no son lo mismo. El poder es, en última instancia, la capacidad de hacerse obedecer aún en contra de la voluntad de otros y por cualquier medio. Implica siempre un argumento de fuerza, es caprichoso y necio. Y por eso está vinculado al conflicto y a la ambición de dominio, en todo momento. Tiene pretextos y, casi siempre, argumentos. Pero no busca persuadir, sino someter. De ahí también que sea paranóico: quien ejerce el poder, Elías Canetti encuentra conjuras y conjurados a cada momento. Al poder le gusta la masa, los colectivos abstractos, el pueblo uniforme. Quien se distingue por méritos propios, en cambio, incomoda a los poderosos.
La autoridad es mucho más frágil, pero, a la vez, mucho más perdurable. Está asociada con la confianza y la estabilidad. La confianza que se gana por micras, Carlos Pereyra, y puede perderse por kilómetros. Pero loa verdadera autoridad, aunque parezca asociada al poder, se construye a partir de las causa ganadas, de la credibilidad y la consistencia. Mientras que el poder desconfía, la autoridad produce confianza. Que te amen o que teman, aconsejaba Maquiavelo a su Príncipe, aunque es mejor que te amen. ¿Pero cómo amar a quien no quiere sino someter? ¿Cómo confiar en quien no puede sino desconfiar?
La política es el conjunto de razones que tienen los seres humanos para obedecer o rebelarse, escribió Savater. Sin embargo, la política basada en la autoridad es una aspiración ética que quiere circundar la ambición del poder. Una sociedad, sostengo, incapaz de distinguir entre el poder y la autoridad no puede ser una sociedad democrática. Pronto, votaremos para elegir un nuevo grupo de
gobernantes. Sin embargo, lo que veremos no será una pugna entre ambos conceptos, sino un nuevo episodio de la lucha descarnada por el poder. Meditémoslo, que no nos engañen, ni nos sometan.
Ahora bien, en la política generalmente resulta errado dar por muerto a alguien. Cual felinos, parecen la mayoría de ellos tener más de nueve vidas. Entiendo y comparto el hartazgo y la desesperación del electorado por un cambio. Lo que ya no entiendo es que el discurso de AMLO cale como si de verdad nos ofreciera un México mejor con propuestas sólidas y no con puro voluntarismo. No entiendo a los que creen en su reinvención. La nueva imagen que proyecta en mercadotecnia; la inclusión que pregona es pragmatismo puro; su promesa democrática es la de las decisiones “a mano alzada” o la de la consulta popular; su apego a la legalidad es a conveniencia; su oferta de igualdad tira más a la caridad que a la construcción de oportunidades; su ofrecimiento de gasto no encuentra sustento en los ingresos.
Milenio Televisión nos hizo un gran favor con su entrevista. Permitieron un autorretrato, una selfie de López Obrador. No hubo producción. No hubo producción, ni fotoshop. Don Andrés Manuel no miente sobre lo que quiere hacer y como lo quiere hacer. Preocupa más lo segundo que lo primero. Más el cómo que el qué.
En tan corto espacio no se puede analizar la riqueza de la entrevista, pero me quedo con una primera impresión de que lo que nos propone es una suerte de gobierno bacero en el que las decisiones las va a tomar el pueblo. Lo dijo con claridad, todo lo que se ha hecho hasta ahora está mal y, él encabezará un movimiento sin parangón en el mundo por el número y por las convicciones de los que participan. No entiendo tampoco que logre calar el hecho de que él nunca ha gobernado. Durante su gestión en el D.F. por casi cinco años y no fue precisamente una administración ajena a la corrupción, a la inseguridad, a la opacidad, a los tratos con la mafia del poder o a las decisiones que él hoy llamaría autoritarias porque no se consultó al pueblo. El voto lo decide cada quien de acuerdo con sus preferencias, pero sería un error pensar que AMLO no será quien ha sido durante todos estos años. Que tiene muchos sueños, pero pocas propuestas razonables; muchas certezas y pocas dudas; mucha confianza en sí mismo y poca en las instituciones.
Es el momento de echar toda la carne al asador. El ancho número de electores que aún no decide su voto o lo oculta, se convierte en el objeto del deseo. La campañas permiten conocer con mayor precisión a los candidatos que debieron revisar sus municiones y afinar la puntería, sus equipos, sus alianzas y sus fortalezas, pero también sus puntos débiles.
Todo cuenta para El Día del Juicio: los escenarios, la emoción del candidato o su falta de ella, el discurso y sus acompañantes, sus ofertas. Desgraciadamente, los ejercicios de contrastación que permitirían conocer mejor las trayectorias de los contendientes, se han convertido en guerras de lodo que pretender convencer a segmentos del electorado no de quién es mejor, sino de que los otros son peores.
Ahora vendrán los debates obligatorios que organizan el INE y los que organizarán los medios, espacios que suelen afirmar las preferencias y sólo las mueven cuando hay knock out. En los debates se centra una de las principales apuestas del Frente que postula a Ricardo Anaya, piensan que la capacidad discursiva del “Joven Maravilla”, se impondrá.
Pero en la coalición Todos por México, también le apuestan a los debates, piensan que la trayectoria y la solidez de las propuestas de José Antonio Meade lo sacarán del tercer sitio. Y está el puntero, López Obrador, aunque es cierto que no habla de corridito, apostará a ser el único que puede representar el hartazgo social y romper con un modelo que ha ignorado la extrema pobreza de anchas franjas de la geografía del país.
Una duda permanece: ¿el mero día de la jornada electoral permanecerán los candidatos en los sitios que hoy muestran los estudios de opinión, es decir, López Obrador adelante seguido por Anaya y Meade? No necesariamente: no son excepcionales los casos de candidatos que arrancaron adelante y fueron desdibujándose a lo largo de la campaña. Quizás uno de los ejemplos más relevantes fue el del candidato Carlos Castillo Peraza quien era un hombre de pensamiento, un filósofo, pero no un hombre de acción, quien compitió por la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal en 1997 y no logró conectar, con el grueso del electorado. Quizá lo afectó también la integración de su equipo de campaña formado por muchos de sus paisanos yucatecos, que desconocían la abigarrada mezcla de culturas que conviven en la ciudad de México. Pero más allá de sus diferencias ideológicas, no tan grandes en el caso de Meade y Anaya, algo tienen en común todos los candidatos presidenciales: que la claridad con la que ubican los problemas que más lastiman a la sociedad, contrasta con la pobreza en sus propuestas de soluciones. Reducir los índices de inseguridad, combatir la corrupción, mejorar el desempeño de la economía, son hasta ahora planteamientos casi vacíos de contenido. Los asomos de estrategias resultan pobrísimos.
Aunque la atención se centra en la elección presidencial, hay mucho más en disputa; la renovación total del Poder Legislativo Federal, nueve gubernaturas y muchos Congresos y ayuntamientos locales. El resultado seguramente modificará radicalmente el mapa político del país. Paradójicamente, resulta más arriesgado
trazar escenarios inmediatos sobre el resultado de la elección, que de aquí a 3 o 6 años sobre lo que podría ocurrir en el país de acuerdo a la opción que tome la mayoría de los votantes el 1 de julio. |
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