También va a votar la razón, y no sólo el hartazgo y el enojo. Con motivo del 89 aniversario del PRI, en mi opinión José Antonio Meade Kuribreña dio el que, seguramente, fue el mejor discurso desde que es candidato presidencial. Lo fue por la forma y por el fondo. Porque más allá de que estuvo muy bien dicho, encontró el espacio idóneo para poner distancia con la actual administración sin romper con ella, para deslindarse sin crear un cisma, y, como lo definió muy bien Ricardo Raphael, para lograr el injerto entre la aspiración ciudadana y la candidatura priista.
Un discurso que, obvia y explícitamente, tuvo reminiscencias de aquel de Luis Donaldo Colosio en 1994, que tuvo mucho también deslinde y continuidad, magnificadas artificialmente las primeras mucho más tarde, cuando Mario Aburto acabó con la vida de Luis Donaldo. Coincidían la fecha y el espíritu aunque la diferencia es de época y de realidad, comenzando por el hecho de que Meade es un no priista que se postula por el PRI y Colosio era un exitoso ex presidente del partido que sufría una oposición tenaz de otra parte del PRI representada por Manuel Camacho.
Pero lo importante de aquel discurso de Colosio y éste de Meade es que ambos miran hacia adelante en lugar de regresar hacia un pasado del que son también severos críticos.
¿Alcanza con eso? Obviamente no, pero es una buena base para construir, aunque se debe asumir que para avanzar en esa construcción Meade tiene cada vez menos tiempo. En estos días en el tiempo que viene, más allá del discurso, se tiene que poner otras piedras en ella.
Hablando de otro texto, nos quejamos hasta la saciedad del presidencialismo, de nuestros gobernadores, el veneno es muy poderoso. Cualquiera está expuesto a la ponzoña, pero claro, los reflectores invitan a la mordedura.
Una vez circulando en el cuerpo comienzan los desfiguros. Al final del proceso, la vanidad destruye el seso. Nos quejamos hasta el hastío, pero, en el fondo, ése era y es el patético sueño de muchos mexicanos. El moralista Plutarco sostenía en varias de sus obras, con plena razón, que en el ejercicio de la política son
necesarias dos virtudes elementales: la honradez, que se traducía de un modo modesto de vida, y una ética de servicio público como rectora de todas las posiciones y decisiones, incluidas las de la vida privada. No son pocos los filósofos y moralistas que han coincidido con esa posición, enfrente de ella, se encuentran varias escuelas que hacen apología del pragmatismo en sus múltiples versiones, pero aún en ellas, siempre hay un límite, un freno exigible a quien gobierna o representa a la ciudadanía.
De manera lamentable, en la inacabada democracia que tenemos pareciera que esos límites están rotos o definitivamente no existen.
Y retomando al Presidente o a los gobernadores si salían malos o rateros o lo que fuera, ni modo, había que esperar a que llegara un nuevo redentor. Pero descubrimos que el país no era lo que debía ser y los dedos flamígeros señalaron e presidencialismo de los todopoderosos como el gran responsable de la parodia nacional. Y llegó la anhelada alternancia en el Ejecutivo federal como pócima mágica y no quisimos Presidentes sino redentor: que llegue Vicente Fox y su equipo de arcángeles y todo se corregirá. Y Fox dejó importantes aportaciones, el impulso a la transparencia el más evidente, pero defraudó las expectativas porque no se dio la refundación nacional que muchos le demandaban. Aparecieron las excusas, “tuvimos alternancia, pero las estructuras del poder quedaron intactas” Quimeras politológicas que disfrazan la realidad: seguimos implorando por la aparición de un redentor y no queremos a un aburrido Presidente.
Y aquí estamos, dos décadas después, con la misma plegaria nacional y, por ello, la misma oferta. Que se vaya el PRI y todo será diferente. Llegando yo, México renacerá. El enfermizo ánimo fundacional revive. Pero ya tuvimos “padres fundadores”, Hidalgo, Morelos, o pensemos en el Constituyente del 57, en Juárez, en esa brillante camada de grandes mexicanos.
Ya tuvimos nuestra revolución con su millón de muertos, y a Carranza y al Constituyente del 17; ya tuvimos varias generaciones de creadores de instituciones, desde Calles y Gómez Morin y el Banco de México a Vasconcelos y la SEP, las varias épocas de la Suprema Corte o la creación de Bellas Artes en el 46 y a Carlos Chávez en la OSN o Cárdenas y el Politécnico o Caso y la UNAM o Ávila Camacho y el IMSS del 43 o López Mateos y el ISSSTE o el o el Infonavit en los setenta o el propio IFE, hoy el INE, o nuestra cancillería con décadas de historia, y qué decir de los institutos nacionales que son un orgullo de los mexicanos y admirados en muchos países y, con todos sus problemas, nuestra industria petrolera PEMEX y la CFE que atiende a casi la totalidad de la población, casi 130 millones, y también el Conaculta, hoy Secretaría de Cultura, o los órganos reguladores, que hoy son ya adultos muy activos, o la CNBV, la lista de
instituciones es enorme. México es hoy un país mucho más institucionalizado de lo que los mexicanos admitimos. Por supuesto que hay lacras vergonzosas, la impartición de justicia, sobre todo en los ámbitos locales, provoca una impunidad que nos ahoga. La desorganización y falta de preparación de los investigadores y de los cuerpos policiales hablan de un área de barbarie mexicana que subleva. Pero México no necesita a un “padre fundador” que pretenda dejar su huella en todo el país. Necesita más fórmulas fiscales que hagan de nuestro andamiaje recaudatorio un instrumento de justicia social, de construcción, de igualdad; necesitamos revisar a fondo la estructura de la seguridad social y encaminarla a la universalización; urge dar continuidad a la Reforma Educativa, que es el gran mecanismo de movilidad social ascendente; la Reforma Energética es una mima de recursos que demos invertir pensando en las futuras generaciones. Retos hay muchos.
Pero cuidado con la vanidad, con la ponzoña de auto admiración, ese síndrome de arrogancia, de soberbia, esa suplantación velada de Dios a través de la supuesta encarnación del redentor. Nada de refundar a México, dejen de declarar una hora diaria y mejor dedíquenla a estudiar de dónde venimos y qué debemos hacer y quizá, con un poco de suerte, su juicio se vuelva más terrenal, menos vanidoso y humilde. |
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