¿En qué momento delinquir se ha convertido en algo digno de orgullo? ¿Desde cuándo los delincuentes son los buenos de la película a los que hay que apoyar y con los que hay que solidarizarse? ¿Cómo es que se ha erosionado de esa manera nuestra idea de lo correcto y de lo digno de apoyo y solidaridad?
Si rastreamos en la historia reciente, encontraremos por un lado un avance significativo en cuanto a la democracia electoral, el respeto a los derechos humanos, la libertad de expresión y la creación de las leyes e instituciones adecuadas a una idea de la sociedad moderna y liberal. Pero por otro, encontramos que también existen quienes piensan que no hay que respetar las leyes cuando no les acomodan, no aceptar los resultados electorales cuando no se ajustan a sus deseos y hasta “mandar al diablo” a las instituciones. Me pregunto si ese proceso autodestructivo no ha comenzado ya en nuestro país. Observo varios hechos que respaldan esta tesis: en México es importante hacer valer la ley de manera igual para todas las personas. De lejos, el mayor defecto de nuestro sistema no está en su diseño. Aunque también esté ahí, sino en su sesgo discriminatorio. Todos sabemos que la justicia mexicana no es ciega, sino codiciosa. Para hacerla valer hay que negarla: tener dinero, tener poder político, o tener influencias. Quien carece de esos atributos, ha enfrentado a un muro de desigualdad o viacrucis procesal.
Según los investigadores Douglas C. North, John Joseph Wallis y Barry R. Weingast, la fuerza que sostiene el orden social, son las instituciones, pues de ellas depende la convivencia humana y están directamente relacionadas con la manera como las sociedades se organizan y controlan la violencia. Son “las reglas del juego” que gobiernan las relaciones entre los individuos, incluyendo tanto las leyes escritas y las convenciones sociales formales como las normas informales de conducta. Cuando en una sociedad dominan las interacciones personales por encima de la obediencia a la ley y respeto a las instituciones, no se puede controlar la violencia. Y aquí está la clave. Pues es evidente que en este momento de nuestro país, a lo que se está apelando es a ignorar a las instituciones y leyes y a considerar que la conducta de los delincuentes es más digna de respeto que la de los soldados, la que quienes rompen las reglas más digna de apoyo y solidaridad que la de los ciudadanos que las cumplen.
El acceso a los puestos de representación o de gobierno, en cualquiera de los poderes públicos y en cualquiera de los niveles administrativos, no pasa por el mérito, sino por las relaciones.
Alguien podrá decirme. Como se sucede con frecuencia, que también se necesitan méritos para ocupar altos cargos en la administración pública. Concedo. Pero la condición de acceso no son la prueba de los conocimientos, las habilidades y las aptitudes, sino las relaciones públicas.
¿Los partidos políticos pueden pasar por alto los valores fundamentales de la honestidad, el esfuerzo y el laicismo, en busca de votos ganados como sea? Líderes corruptos, personajes populares sin ninguna experiencia en el gobierno, legisladores que han abusado de su autoridad y dirigentes de credos religiosos se pasean por las listas ofendiendo el espíritu republicano y anunciando ya, desde su conformación lo que vendrá después. Me ofende que López Obrador convoque a convertir la moral cristiana en una política de Estado, contradiciendo abiertamente la laicidad republicana. Puestos capturados, presupuestos amarrados, instituciones sometidas, justicia comprada y la negociación de las mayorías. He aquí el diagnóstico de lo que va quedando de la república mexicana en los albores de la elección del mes de julio.
Enfatizo, pero no exagero: la incongruencia y la ambición están amenazando la viabilidad de México y están comprometiendo su presente. La batalla electoral que viene está haciendo aflorar la más profunda y lastimosa realidad del régimen: un puñado de personajes del pasado y del presente de la política disputándose el botín. Dentro de las tres coaliciones habita el mismo fantasma. Los tres candidatos tendrán que realizar un exorcismo si quieren, de verdad, competir en la madre de todas las batallas.
Seguimos en este limbo que la ley electoral no da la todavía intercampaña. “Como Armando Ríos Piter comentó en Imagen Televisión” “La gente no quiere lodazal, quiere propuestas. Y quiere gente que también convoque a la reconciliación”.
Quiero terminar este texto, queridos lectores desde el país, o la casa, de los espejos. Esos que deforman la realidad, que nos hace ver diferentes, que nos hacen reír, y a veces asustamos porque el reflejo deforme que nos muestran es tal vez demasiado parecido a nuestra verdadera imagen. Espejos que nos han enseñado a mentir y fingir. Dirían los antropólogos que es una conducta aprendida desde tiempos de la conquista o antes, un mecanismo de supervivencia y adaptación ante invasiones y coloniajes de toda especie.
Tal vez es resultado de nuestra extraña mezcla genética en que se encuentran lo mismo españoles, árabes, aztecas, mayas y tantas otras etnias originarias. Podría
ser herencia de gobiernos que para sobrevivir escogieron con frecuencia la ruta del camaleón. O a que a todos leímos el Laberinto de la Soledad, del inolvidable Octavio Paz, aun antes de que lo escribiera. O a la herencia de la Malinche. O a la tradición tlaxcalteca, al embustero Hernán Cortes, o al Imperio, a la República. A conservadores o liberales, priístas, panistas, perredistas, petistas, morenos, verdes y naranjas.
Será el sereno, apreciados lectores. El caso es que la nuestra, es una nación, una sociedad de mentiras, de hipocresía y, sobre todo, de doble moral. Por eso los espejos deformes nos convienen tanto, porque nos dan pretextos para fingir que no somos como en verdad somos. En pleno 2018, más de 200 años después de iniciada la lucha por la independencia, y a 100 de la revolución, continuamos unidos en una serie de mitos y de simulaciones que si bien nos hacen la vida aparentemente más cómoda en el fondo son el freno que nos impide avanzar como país y como sociedad. Porque ese es el México que nos hemos hecho. La corrupción, la ilegalidad y la impunidad nacen, todas, de una sociedad que se rehúsa a reconocer sus propias fallas y pretende adjudicárselas todas a los demás. Y pues fíjense que no. La única manera de cambiar es viéndonos en un espejo real para, a partir de ahí, comenzar a rehacernos. |
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